XXV. Ikyios.

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- Las coincidencias no existen y menos en la guerra, murmuró Va'hal desde las tinieblas, al tiempo que afilaba su espada con una piedra de agua.

La piedra la había ganado jugando a los dados, contra uno de los miembros de la tripulación del Alborada de Fuego, la galera en la que viajaba, esa que Belestes le había facilitado y que ahora atravesaba el Mar de Azogue, navegando en la oscuridad más absoluta.

Al caer la noche, el capitán había ordenado que se apagaran las linternas de la embarcación, toda vez que se aproximaban de nueva cuenta a la isla de Ikyios, confiados en poder acercase lo suficiente para desembarcar.

- ¿Guerra? Pero si en todos estos meses no hemos despachado a nadie, protestó la espada.

- Ya tendrás trabajo, ésta calma está a punto de terminar, respondió Va'hal al escuchar a la tripulación cambiando velas.

Tres días atrás, al aproximarse a la isla, una escuadra de cinco trirremes había estado a punto de pillarlos. El Alborada, una galera ligera, dedicada al contrabando, a romper bloqueos navales, había dado media vuelta, evadiéndose hasta los archipiélagos al sur de Ikyios, en la región austral del mar de Azogue, hasta perder a aquellas misteriosas embarcaciones que no mostraban bandera ni insignia alguna.

Al día siguiente se habían acercado a Ikyios de nuevo y, a pesar de emplear una ruta diferente, se les habían aparecido tres birremes de vela en tres puntas, naves ligeras que, afortunadamente, no los habían visto virar, volver por donde se acercaban, evitando un encuentro.

En ánimo de evitar un tercer tropiezo con aquellas naves, Rhesius había optado por abrirse hacia el Oriente, arriesgándose a atravesar los Océanos Ignotos, alejándose de las rutas comerciales y los pequeños puertos que salpicaban el Mar de Azogue.

No había tiempo que perder. El ladrón terminó de afilar la espada, empapó un trozo de paño con aceite de oliva, pulió la hoja, después la enfundó con cuidado, vistió su casaca acolchada, sus pantalones de piel oscura y las botas altas con las que había partido de Amil Doth. Antes de subir a cubierta, escondió una daga de misericordia en la bota derecha.

- No vas a necesitar esa estúpida daga, le reprochó la espada.

- Con un poco de suerte, tampoco te necesitaré a ti, dijo el ladrón ajustándose la vaina de la espada al cinto.

Subió a cubierta a tientas y agradeció que el aire fuera más fresco que en la cabina que había abandonado momentos antes. Al llegar al castillo de popa el capitán le prestó un catalejo, le señaló a babor un manchón oscuro, visible a penas bajo la luz de la luna.

Más tarde Va'hal pudo ver con sus propios ojos la playa desierta, extendiéndose hacia ambos extremos de la isla, también un par de aldeas de pescadores y las ruinas de una fortaleza de almenas y torres devoradas por la vegetación, abandonada cientos de años atrás.

La embarcación se alineó con la costa, se dirigió hacia el norte, acercándose cada vez más a tierra firme. Sin aviso alguno, cuando la corrupción agria de los manglares ya se percibía sobre cubierta, la galera viró bruscamente a babor, se adentró en una bahía que unos momentos antes nadie hubiera podido advertir.

Sin que mediara palabra, Rhesius estrechó la mano de Va'hal, le entregó un mapa con la ruta a seguir a través de la jungla.

- Espera en altamar cuatro días, luego vuelve a buscarme por la noche, a este mismo sitio, ordenó Va'hal.

- Hóolbos, mi contramaestre, se ofrece a acompañarle. Nunca está de más ir con un Ikyiota, propuso Rhesius.

- Gracias, pero iré solo, respondió Va'hal desde la escalera de babor, descendiendo hasta la barca que la tripulación acaba de botar.

La Guerra del Corazón AstilladoWhere stories live. Discover now