IV. El Ojo de la Gorgona

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IV. El Ojo de la Gorgona.

Llevaba semanas perdido en la bebida, durmiendo de día, saltando de tasca en tasca al caer la noche, sin atreverse a salir del Distrito Cuarenta y Tres, el imaginario, el único barrio fuera de la ley y aunque la guardia imperial aún no lograba dar con él, Va'hal sabía que sus días estaban contados, que era sólo cuestión de tiempo, de un pequeño error o un soplón con suerte, para que fuera apresado y ejecutado en una plaza polvorienta de la ciudad.

Había sido traicionado varias lunas atrás, acusado del robo del Ojo de la Gorgona, una joya invaluable y del asesinato su propietario, Ghefelix, duque de Hirmania. No era que no pensara robar la joya, era que su amante Dirce, se le había adelantado a robarla y luego se había encargado de dejarlo implicado como autor de ambos crímenes.

Lo que Va'hal no sabía era que aquella noche, su suerte, para bien o para mal, habría de cambiar, que Tikea, diosa de la fortuna y los ladrones, habría de llamar a su puerta, o a la puerta de la taberna en la que se encontraba, para ofrecerle una oportunidad de recomponer su vida.

Va'hal lucía como un despojo, una marioneta deshilachada. La cabellera oscura le caía, desordenada y grasienta, sobre el rostro que muchas mujeres consideraban atractivo mientras que su mirada usual, avispada, de fiera salvaje, se aburría con la espuma que se derramaba de su escudilla.

Se hallaba a solas en un rincón de la Ballena Furiosa, una taberna en la cual se servía una cerveza cobriza, tibia y muy amarga, un sitio que en otras épocas había sido un astillero y que ahora funcionaba de manera clandestina, saciando la sed de bandidos, contrabandistas y delincuentes.

Quienes frecuentaban aquella tasca, la encontraban atractiva quizás por su escasa iluminación, por sus trastos arruinados, su perpetuo aroma a tabaco y sus mesas bajas, desperdigadas alrededor del esqueleto de una galera jamás terminada.

Aquel tugurio era regenteado por Gaedros, un sacerdote convertido en traficante de especias, un hombre de anchos hombros, de tez amarilla y nariz chata, que jamás hacía preguntas y no fiaba los tragos ni a los parroquianos más fieles.

Va'hal, que había tenido que pagar sus tragos por adelantado, bebía como si deseara perder el conocimiento, olvidar que aquella misma tarde había empeñado su gumia, su última posesión valiosa, una daga que había pertenecido a su padre, cuya empuñadura de hueso, había mandado incrustar en diamantes.

Pero cuando parecía que estaba a punto de sumirse en el olvido de la embriaguez, al aparecer de la oscuridad un niño, al arrimar una silla y hablarle, sus propósitos se vinieron al suelo.

- Mi nombre es Jenkin Verdepiel y estoy a su servicio, mi señor, dijo el niño.

Va'hal ni siquiera pudo responder, atontado como estaba por el exceso de alcohol, así que el niño tuvo que presentarse de nuevo. Sólo entonces el ladrón pensó que aquello era una incongruencia, que nadie se podía apellidar Verdepiel teniendo la tez tan rosada.

- ¿Sabe usted dónde se escribieron las primeras hazañas del imperio?, preguntó el niño.

- ¿De qué hablas? preguntó Va'hal, haciendo un esfuerzo por responder.

El pequeño vestía una vieja chaqueta verde, roída, llena de lamparones oscuros, unos pantalones de remiendos abundantes y color impreciso. Su cabellera, atada en una coleta, era una maraña de rizos rojizos que parecían a punto de escapar en todas direcciones y la mirada era de un gris azulado, profunda e inusual en un niño.

- Ciudad Gruta, dijo el niño, muy serio.

- ¿Qué?, preguntó Va'hal.

La Guerra del Corazón AstilladoOnde as histórias ganham vida. Descobre agora