XIX. Pacto de Sangre.

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La luz de las antorchas curiosea entre las estalactitas, entre los péndulos y urbes de piedra clara que como enormes gotas se hallan suspendidas por encima de su cabeza. La verdadera altura de la caverna es imprecisa y lo único que Va'hal puede deducir es que aquella media esfera podría albergar sin esfuerzo la torre más alta del Heucleriodón, el Templo Sagrado de Helios.

Los últimos rastros de edificaciones humanas han quedado atrás hace ya un buen rato, tras descender por galerías y túneles de formas imposibles, de paredes mohosas y suelo irregular, mientras que todo el tiempo la caverna crece, como el vientre inflamado de una bestia arcaica, de aquellas que regían el mundo en la Segunda Era.

Al llegar a una bifurcación en el desfiladero, como un cuerno de piedra curvo y partido en dos, el techo de la caverna desaparece de la vista del guerrero, en una noche sobrenatural, perpetua y húmeda, digna de las antípodas subterráneas en las que se encuentran.

- Podrías matar a un par de guardias, esconderte y después huir de este lugar, exclama la espada desde su vaina.

- Nos perderíamos para siempre en estas malditas cavernas, dice en voz alta Va'hal, lo que hace que los soldados que lo acompañan lo miren, extrañados. - Además de que no pienso abandonar a Dirce, tercia el guerrero entre dientes.

Va'hal camina escoltado por media docena de hombres, también por el hombre de la máscara sin rostro. Se trata de aquellos asesinos a los que se enfrentó en el puente. Aunque no son demasiados, Va'hal sabe que hay más hombres ocultos, observando cada uno de sus movimientos desde las tinieblas.

La Bebedora de Almas, ávida de sangre, lo maldice y para responder el guerrero tiene que hablar en voz alta, lo que resulta siempre incómodo, extraño, una circunstancia que jamás ha superado, puesto que nunca ha encontrado el tiempo ni la paciencia para entrenarse, para que la espada escuche sólo sus pensamientos.

Pero cada vez que Va'hal recuerda las riñas que Akimah tenía con la espada, se convence de que aquello no vale la pena. Su maestro siempre se lamentó el tener un intruso en la cabeza, el no sentirse libre de pensar lo que le viniera en gana, una maldición difícil de entender en realidad.

Con el paso de los años Va'hal ha descubierto otras cualidades de la Bebedora de Almas. Por ejemplo que, a cierta distancia, se pierde el vínculo que ha formado con ella y deja de escucharla. En más de una ocasión, en contra de su buen juicio se ha apartado lo suficiente como para acallar el filo de las palabras de la espada. Pero ahora no puede hacer nada, puesto que depende del arma para salir del predicamento en el que se halla envuelto.

Al frente de la procesión camina Dirce, aquella que alguna vez fue su amante, esa mujer a la que no se atreve siquiera a mirar, a pesar de que varías veces, durante el descenso, ha sentido el deseo de tocar su mejilla herida, liberar sus manos atadas y besarla, a sabiendas de que el hombre de la máscara parece verlo todo y un gesto de ese tipo evidenciaría una debilidad inadmisible.

- Exijo saber a dónde nos dirigimos, reclama Va'hal al llegar a una pendiente en la cual se ha improvisado una escalinata de madera para descender.

El misterioso hombre de la máscara lo mira, inclina un poco la cabeza, como ave curiosa, luego hace un gesto a sus soldados y éstos rodean al ladrón, señalándole las escaleras con sus armas.

- La paciencia es una virtud que harías bien en ejercitar Va'hal Sihertes. Has tenido toda una semana para dudar, ahora es demasiado tarde, le dice el extraño.

Va'hal siente que un escalofrío recorrerle el cuerpo, al mirarse reflejado en la máscara, al notar una vez más que aquella careta de metal lisa, cromada, no tiene mirillas ni abertura alguna para los ojos. A pesar de ello, este monstruo puede verme, piensa el guerrero, y lo peor de todo es que parece saber todo sobre mí.

La Guerra del Corazón AstilladoWhere stories live. Discover now