21.- El niño de las profecías

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Alain aún tenía miedo, sentía el corazón acelerado, las manos le temblaban, estaba sudando frío. Por un instante creyó descubrir lo que era eso, angustia, quizá. Como lo que describía Jehane en sus diarios. Ansiedad, así le dijo Jerome que se llamaba. Así que con toda la ansiedad encima empezó a leer sin saber bien qué esperar. 

Encontró más profecías de Sybille, más detalles sobre lo que pasó en la reconquista de Languedoc, la aparición de Bruna. Y lo que más le inquietó, el hecho de que Jehane le hablara directo a él, pues Sybille lo vio en sus sueños.

Eso le asustaba. Una mujer del siglo XIII le habló en sus memorias. Le contó sus cosas como si fuera un amigo, o como si pudiera entenderla. Le daba miedo porque aún no podía creer que en serio esas cosas estuvieran pasando. Le gustaba, de cierta forma, saber que era muy cercano a Jehane. Aunque entre ellos no existiera nada en realidad. Los diarios, eso los unía. Pero ¿qué más? Ni siquiera era su descendiente directo, no eran nada. Y aun así, estaban juntos de alguna extraña forma que le inquietaba y le fascinaba a la vez. Así que ahí estaba, con los papeles en las manos, con un inmortal al frente bebiendo café. Y él con muchas preguntas.

—¿Qué pasó con Jehane?

—Ya te dije, se unió a nuestro séquito. Todos teníamos humanos temporales para entretenimiento, algunos aún los tenemos —le explicó con tranquilidad—. Y Esmael quiso a Jehane, así que le pidió a Bruna que se la entregara. Eso ya lo sabes.

—¿Qué le hicieron? 

Él sabía de esas cosas, aunque mamá siempre cambiaba de canal de las noticias cuando lo hablaban. Alain también apartaba la mirada, incómodo. Él no sabía qué pensar cuando escucha historias de las cosas malas que les hacían a las mujeres que secuestraban. Solo se sentía muy mal cuando escuchaba, y no quería saber más, le daba miedo. A Jehane también se la llevaron, y Alain sabía lo que pudo pasarle. De solo pensarlo sentía que las náuseas se ponían peor que nunca.

—No quieres detalles de eso —contestó Nikkos con serenidad. Esa declaración fue suficiente para que Alain supiera que sus sospechas fueron ciertas. Dejó los papeles con la traducción sobre la mesa, las manos le temblaban—. No fue tan malo, si eso te consuela. Ellas hicieron lo posible por mantenerla a salvo, y funcionó la mayoría de veces.

—¿Ellas?

—Actea, Iseth, Bruna. Esos años se borraron de la memoria de Jehane, cuando volvió a casa tuvo que vivir otra pesadilla.

—Dijo algo sobre la inquisición.

—Ah, sí —continuó él. Nikkos dejó su taza al lado y luego lo miró fijo—. El Papa Inocencio III lo ordenó, tenían que barrer con la herejía albigense. Y, como sabrás, ninguno del entorno de Jehane fueron verdaderos cristianos. Jehane volvió a Languedoc en 1236, y las cosas habían cambiado mucho. Cuando el segundo Trencavel recuperó las tierras de su padre tuvo que rendir vasallaje a un rey para conseguir respaldo, y este fue Jaime I, de Aragón. Para poder conservar sus tierras tuvieron que aceptar la intromisión de la iglesia y la imposición de la inquisición.

—Ohhh... —murmuró. Y tan bien que le cayó el Trencavel ese.

—Ya imaginas lo que pasó. La inquisición se dedicó a buscar herejes debajo de cada roca, fue una verdadera cacería. Todos escuchamos hablar de eso por aquella época, fueron días atroces. Desenterraban a los muertos para quemarlos, todo ardió en ese entonces. La gente viva en especial.

—¿Murió gente de la orden?

—Murió gente que Jehane ha nombrado en sus diarios, nombres con los que quizá estás familiarizado.

—Ah... 

¿A quiénes se llevó la inquisición? ¿A algún Maureilham? ¿A alguien de Foix? ¿De Béziers? ¿A alguien querido para Jehane tal vez? No quería ni pensarlo.

Los diarios de Jehane de Cabaretحيث تعيش القصص. اكتشف الآن