6. Exí (Editado)

325 25 1
                                    

-¿Cómo se diferencia a un dios de un mortal?- Pregunté sin despegar la vista de mi libro.

Sentí la mirada de la ninfa posarse en mí, incluso fui capaz de percibir la manera en la que ladeó su cabeza y levantó una ceja.

Quería sonar lo más natural posible, como si la pregunta hubiera surgido en mi cabeza como una mera idea, algo espontáneo que no había sido resultado de un encuentro con cierta criatura en mi bosque. Después de todo, ¿Cómo sabría la respuesta si se suponía que nunca había salido de casa?

Leí un par de líneas más, pero no pude prestar atención a lo que la protagonista hacía. Mi cuerpo estaba expectante a la respuesta, a los secretos que la ninfa podría revelarme.

-Es bastante sencillo, de hecho- Cuando escuché su voz, solté un suspiro de alivio -Cuando estás en la presencia de un dios, todo se ilumina, tu piel vibra y hay electricidad en el aire. Son solemnes, hermosos, lo más bello que jamás verán tus ojos. Pero no debes dejarte engañar, su alma es lo más corrompido que puede existir. No hay un dios en todo el cosmos que tenga intenciones puras. Mienten, roban, seducen. Está en su naturaleza-

Por fín me volví para verla. Su largo cabello blanco caía sobre su hombro en una delicada trenza y su piel brillaba mientras la salpicaba con el agua del estanque. Sus ojos eran de un azul tan claro que se podía ver la profundidad del mar.

-¿Incluso mi madre?- Pregunté con un hilo de voz, con miedo a que pudiera escucharnos a pesar de estar dentro de la casa.

Pero la ninfa no respondió. Se limitó a sonreír y decidí no insistir. Su mano bajó nuevamente al agua y sus dedos se perdieron, translúcidos gracias a la forma en la que su cuerpo podía moldearse a las ligeras ondas que el movimiento de su muñeca causaba.

Regresé mi atención al libro. Pasaron varios minutos antes de volver a escuchar su voz, esta vez más cerca de mí.

-¿Sabes qué más diferencia a un dios de un mortal?- Su aliento rozó mi cuello.

No me había dado cuenta de que estaba tan cerca de mí. Su cuerpo se movía tan ligero como la corriente de un riachuelo. Puso una mano húmeda sobre mi hombro y envió escalofríos por todo mi cuerpo.

¿Qué hacía? Las ninfas tenían prohibido tocarme. Nadie podía tocarme sin el consentimiento de mi madre.

Tragué saliva y negué, segura de que no iba a lograr que las palabras salieran de mi boca.

-Los dioses tienen una manera de tocarte- Uno de sus dedos comenzó a trazar el largo de mi cuello -que logran despertar el deseo dentro de ti. Son carnales, viven por el placer y se divierten seduciendo pequeñas criaturas indefensas-

Mi respiración comenzó a acelerarse. Mi pecho subía y bajaba, pero no me moví de mi lugar. Dejé que la ninfa siguiera susurrando en mi oído, que sus dedos trazaran mis hombros, que bajaran por mis brazos, haciendo que los vellos se erizaran.

-Los dioses son sexo puro, pequeña Perséfone. Un dios puede hacerte sentir el mayor de los placeres, convencerte de que le dejes hacer toda clase de perversiones hasta que no quede nada de ti, hasta que esa pureza e inocencia sean arrancadas de tu piel a la fuerza-

Mi vestido se sintió entonces muy pesado y un sudor recorrió mi espalda. Comencé a sentir humedad entre mis piernas, pero dudaba que eso tuviera algo que ver con la ninfa del río a mis espaldas, que seguía dando pequeños besos al contorno de mi forma con sus dedos.

Deseo ¿Qué era el deseo? ¿Se sentía así? ¿Como fuego expandirse por debajo de mi piel? ¿Como un dolor en el vientre y una comezón entre mis piernas?

El Rapto de PerséfoneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora