Dekaoktó

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El salón en el que estaba era una gran habitación llena de mármol blanco pulido, con toques de dorado y azul celeste. El techo parecía de una fina tela transparente, como si realmente no estuviera ahí, como si deambulara entre lo físico y lo astral.

A pesar de la belleza del lugar, no resplandecía tanto como el hombre que tenía frente a mí, o mejor dicho, como el dios que se encontraba parado a metros de mí.

Su fino traje gris parecía hecho a la medida, cada detalle de él parecía estar en perfecto estado. Sus zapatos hicieron un ligero ruido mientras se acercaba a mí, en un ritmo lento podía escuchar el cli, clic de su suela al impactar contra el piso.

Hasta que lo tuve a un par de metros frente a mí pude distinguir sus ojos. Eran de un dorado como ningún otro, tan claros como la miel y sabía por la forma en la que parecían brillar que había visto el mundo transformarse frente a ellos.

No podía ponerle una edad concreta. Aunque el concepto me pareciera extraño, sabía que tenía miles de años, pero las arrugas alrededor de sus ojos apenas si estaban ahí. Su cabello castaño no dejaba ver ninguna cana, pero algo emanaba de él, una especie de aura que dejaba en claro que la juventud que aún emanaba de sus poros no era más que una máscara que disfrazaba su verdadera edad.

-¿No saludarás a tu padre?- Padre. No me creí capaz de pronunciar esa palabra, no en este momento y no hacia él.

Tenía miles de preguntas qué hacerle. Desde que tenía memoria había soñado con el día en el que por fin conocería a mi padre. Cuando era una niña había querido conocerlo para ver cómo era, en qué nos parecíamos, para preguntarle si me amaba tanto como yo lo amaba aunque no lo conociera.

Cuando entré a la adolescencia, quería tenerlo frente a mí para maldecirlo por habernos abandonado a mi madre y a mí. Reclamarle los años de dolor y sufrimiento que me había causado por no tener a un padre que cuidara de mí.

Conforme fui creciendo, comencé a olvidar mi odio y lo único que deseé fue por un nombre. Solo necesitaba su nombre para saber que realmente había existido y que, donde quiera que estuviera, yo era una parte de él que jamás podría borrar.

Pero ahora que lo tenía frente a mí, todos esos sentimientos comenzaron a fluir nuevamente, tan arrebatadores que pensé que mis piernas cederían. Por fín podía ponerle un rostro a mi padre, podía ponerle un nombre y aunque sabía dentro de mí que era verdad, el nombre de Zeus aún me sonaba ajeno y desconocido.

Se acercó más a mí, a un brazo de distancia, y cuando levantó su mano hacia mi rostro, no retrocedí ni un centímetro.

-No importa cuántos cuerpos hayas tenido, cada vez que vuelves a renacer eres más hermosa que antes- Acarició suavemente mi mejilla, su toque apenas era perceptible -Tienes mi mentón, mi nariz- Iba trazando cada uno de mis rasgos conforme hablaba -Pero tus ojos, son copias exactas de los de tu madre-

Algo dentro de mí se rompió con la mención de mi madre, pero no me permití llorar, ya había derramado suficientes lágrimas.

-¿Por qué me dejaste?- Cerré los ojos, con miedo a ver algo en sus ojos que sabía terminaría de destruirme, la confirmación de cómo me había sentido siempre. Que no era suficiente.

-Mi Perséfone- El toqué de sus dedos desapareció y lo sentí alejarse de mí.

Cuando abrí los ojos, me ofreció su brazo para que entrelazara el mío. Comenzó a guiarme por el salón.

-Jamás he sido un hombre de familia. Sé que no estás familiarizada con tus raíces, pero los dioses son criaturas egoístas, orgullosas y odian ser atados. Aunque hubiera decidido quedarme, tu madre jamás me hubiera aceptado. Es una de las diosas más orgullosas que he llegado a conocer-

El Rapto de PerséfoneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora