Íkosi

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Por lo bien que se sentía mi cuerpo, podía creer que dormí por años. Extendí mis brazos y mis piernas, hundiéndome más entre las sábanas que me abrazaban tan acogedoramente.

Cuando abrí los ojos, el techo era de un blanco pulcro, con pequeños destellos dorados que figuraban constelaciones. Poco a poco, conforme mi vista comenzaba a enfocarse, pude distinguir mejor cada uno de los puntos.

Sentí una repentina punzada en la parte trasera de mi cabeza y cerré los ojos nuevamente, esperando que así el dolor disminuyera. Quise volver a dormir, perderme en algún sueño hermoso que le permitiera a mi mente escapar del mundo real, pero por más que lo intenté no pude.

Conforme los minutos pasaban, recuerdos de lo que había sucedido antes de quedarme dormida inundaron mi mente y al darme cuenta lo último que había pasado, me incorporé asustada.

Había muerto. Eso definitivamente había sucedido. De alguna extraña forma había muerto y me encontraba nuevamente con vida, pero ¿Cómo podía ser eso posible?

Cuando mis ojos comenzaron a escanear la habitación en la que me encontraba, no pude quitarme nuevamente la sensación de que conocía el lugar, pero no podía recordar de donde. En lugar de llenarme de incomodidad o nerviosismo, me daba una sensación de... confort.

Algo dentro de mí se sentía cálido al estar aquí, como si mi cuerpo se encontraba en paz y reconociera cada uno de los rincones de la habitación.

Escanee entonces el lugar con más atención. Las sábanas que me envolvían eran de seda negra, que contrastaba con el color blanco de la cabecera y los postes en los cuatro extremos de la cama. Estos se alzaban hasta rozar el techo como columnas griegas, pero no estaban sucias, sino que brillaban como si hubieran sido recién pulidas.

La habitación tenía pocos muebles, pero se compensaba con su exquisitez. Incluso desde donde estaba podía darme cuenta que eran hechos a mano, su belleza se realzaba aún más con la luz que se filtraba por el balcón. Todo a mi alrededor parecía brillar con un sutil destello dorado, extendí la mano y la luz me llenó de calor.

Me levanté de la cama y salí al balcón, curiosa por el paisaje que me encontraría afuera. Recargué mis manos en la fría piedra y contemplé la vastedad frente a mí. El terreno estaba forrado por un pasto vivo y brillante, que se perdía hasta el horizonte. A lo lejos podían verse diminutas cabañas y un leve humo que indicaba gente en su faena diaria.

El cielo estaba adornado por el amanecer más hermoso que jamás hubiera visto. El púrpura de la noche se retraía para darle paso a un dorado que brindaba calor a todo lo que la luz tocara. Sin embargo, no había ningún Sol que proveyera la luz, sino que la luz parecía venir de la nada, y la noche estaba separada del día por una línea borrosa de mezclas coloridas. Era algo digno de ver.

Regresé mi vista nuevamente a las cabañas, donde ahora podía distinguir diminutos puntos en movimientos, los pequeños cuerpos humanos se movían livianamente y con energía.

-Son las almas de los mortales- Esa voz grave que tan bien conocía hizo que sintiera una corriente recorrer mi cuerpo.

No podía haber pasado más de un día desde que lo vi, desde que escuché su voz llamándome por mi nombre verdadero, pero se sentía como si hubiera pasado una eternidad.

Me giré para verlo y el aire escapó de mis pulmones ante la visión que tenía frente a mí. Hades siempre me había parecido el ser más hermoso del mundo, pero ahora podía verlo como era en realidad.

Desde que lo conocí, siempre había estado rodeado por un aura oscura y peligrosa, que ensombrecía sus facciones. Sin embargo, ahora parecía resplandecer. Su piel brillaba y una luz irradiaba su figura, era casi igual de cegador que cuando vi a Zeus por primera vez.

El Rapto de PerséfoneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora