3. Tría (Editado)

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Di un vistazo a mis espaldas antes de abrir la puerta del jardín, asegurándome que mi madre no estuviera a la vista. Cuando comprobé que no hubiera moros en la costa, sonreí para mí misma y salí del patio trasero.

La puerta de madera era lo suficientemente alta para bloquear la vista del otro lado. Todo el cercado era de la misma altura, por lo que lo único que podía ver era la copa de los árboles rozar el cielo azul.

Me encantaba ver la manera en la que el verde brillante contrastaba con el azul vivo, la combinación de ambos colores era de mis cosas favoritas. Podía pasar horas enteras marcando con mi dedo suspendido en el aire el contorno de las hojas, siguiendo su silueta, intentando encontrar formas a las irregularidades.

Cerré la puerta detrás de mí y le di una última mirada a la cerca antes de adentrarme en el bosque. No era la primera vez que me escapaba de casa, así que sabía muy bien cómo cubrir mis huellas para que mi madre no se diera cuenta.

A veces podía sentirme sofocada, enclaustrada en la vida perfecta que mi madre había creado para mí. Era capaz de darme todo, pero lo que yo más anhelaba era conocer el mundo, poder explorar y descubrir las maravillas que había fuera de los límites de nuestro hogar.

Caminé con un paso alegre, la dulce melodía de los pájaros me servía como música de fondo mientras contaba los diferentes tipos de flora, nombrando cada una de las especies con las que me topaba y otorgándole nombre a aquellas que no lo tenían.

Cuando llegué a un gran roble, toqué en su tronco la inscripción que había grabado la última vez. Era un pequeño grabado de una flor de asfódelo, mi favorita. Me encantaba firmar las cosas de esa manera, todo aquello que consideraba como mío lo marcaba con mi símbolo.

Ese era el punto más lejano al que me había atrevido a ir jamás. Era mi señal para regresar a casa si no quería que mi madre me descubriera, pero estaba extasiada, el bosque se extendía como una invitación. Mis mejillas estaban rojas por la caminata, mi pecho subía y bajaba por el esfuerzo físico.

Di un rápido vistazo al cielo, intentando calcular la hora con la posición del Sol. Pasaba de medio día, pero aún faltaba para la hora en la que mi madre y yo solíamos tomar el té. Lo pensé un poco más. Mis pies se movieron sobre el pasto y su frescura solo me incitó a seguir caminando ¿Qué era lo peor que podía pasar?

Siguiendo mis deseos, me aventuré más allá de lo que jamás había hecho. Los árboles comenzaron a escasear, pero la belleza del lugar solo iba incrementando. Ahora había manzanos, naranjos, granados. Toda clase de frutas brillantes colgaban, poniendo a prueba la resistencia de las ramas. Se respiraba el dulce aire de la primavera.

Mis ojos se abrieron cuando llegaron a un claro con un pequeño arroyo que desembocaba en un lago. Se extendía por varios metros, pero al estar rodeado de árboles y arbustos, daba una sensación de privacidad.

Sonreí complacida. Tomaría ese lugar como mío.

Regresé al día siguiente, y al que le siguió. Conforme pasaba el tiempo, fui memorizando cada roca, cada corriente y las diferentes profundidades del lago. Ahí me sentía libre y feliz.

Un día en particular, después de nadar un rato, me recosté en el pasto. Dejé que el sol quemara mi piel. Estaba acostumbrada a mi color dorado debido a las largas horas que pasaba en el jardín de mi madre sembrando y aprendiendo sobre sus plantas, pero había algo en estar acostada debajo del sol, sin ninguna otra cosa más que hacer que pasar el tiempo conmigo misma que me hacía sentir resplandeciente.

Leía un viejo libro que me había prestado una de las ninfas de mi madre, una historia sobre barcos y expediciones, mientras comía una granada, cuando escuché unos pasos.

El Rapto de PerséfoneDonde viven las historias. Descúbrelo ahora