Capítulo 22.

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Chelsea.

Cuando mis días eran grises me sumergía en el piano. Algunas veces solo tocaba u otras cantaba, dependiendo de lo que quería expresar. Y siempre lo hacía sola. Cuando asistía a karaokes iba a divertirme y dejarme llevar. Sin embargo, descubrí que me gustaba tocar para Bradley. No importaba mi estado de ánimo; así fuera triste, alegre, melancólica o neutral, me encantaba tocar para él.

Cuando me desperté el día estaba algo nublado. Eran las seis de la mañana y a pesar de que no tenía que madrugar para ir al trabajo, sabía que él debía abordar un avión. Pensé que podría sorprenderlo con el café. No tenía idea de si era su bebida o prefería algo menos fuerte, pero supuse que era una buena manera de conocerlo mejor.

—Buenos días, señor Dempsey —canté en su oído. Estaba boca abajo, con esos omóplatos bien definidos y las pecas más candentes que había visto en mi vida.

Abrió los ojos de a poco dejándome muda por unos segundos ya que cuando la tenue luz le pegó en los ojos, estos adquirieron un tono diferente con destellos verdes y un toque celeste.

Guao.

Había visto tonalidades bonitas en mi vida, pero jamás como la suya. Tal vez influyó en que no hacía eso de dejar hombres dormir en mi cama. Tampoco el de quedarme a mirarlos mientras ellos se despertaban. Aprendí con muchos rechazos que a los chicos les incómoda eso de que las mujeres esperemos más después de un sexo casual.

Sin embargo, quise creer que él no era ese tipo de hombre, y me permití saborear la esperanza de despertar más seguido de esa forma.

Su sonrisa perezosa me quitó el aliento, acelerando mi corazón. Durante todos esos días me vi más y más atrapada en el torbellino que era Bradley Dempsey. Había algo en él, que te arrastraba a su mundo sin que te dieras cuenta. Nunca nadie había sacudido mi vida de esa manera. Como un meteorito haciendo contacto con la tierra, a toda velocidad, fuerte, destructivo.

Él extendió la mano y la tomé emocionada, porque existía algo en su presencia que me hacía olvidar todo, y cuando no lo callaba lo suficiente como el día anterior, hacía la carga más soportable.

—Buenos días, chica hermosa —devolvió. Me podría llamar Chels o chica hermosa, de las dos formas me sentía como una paloma volando en libertad tras vivir mucho tiempo en una jaula—. ¿Qué hora es? —preguntó frunciendo el ceño. Cuando realizaba ese gesto agitaba mi corazón. Su expresión se volvía firme, concentrada. Era muy sexy.

—Las seis con treinta —respondí, observando todo el trayecto que le tomó sentarse. Debajo de esa sábana no había nada más que una tela de color gris oscuro, y la noche anterior tuve serios problemas para no balbucear o ceder ante el sexo.

—Debería irme —murmuró, apartando las sábanas y consiguiendo que mis piernas se juntaran en respuesta. No era de piedra y lo deseaba, sin embargo, era muy pronto para avanzar a ese terreno; si con solo su sonrisa, la voz y el ceño fruncido provocaba estragos en mí, ¿cómo sería cuando el sexo se encontrase involucrado?

—Te hice café —ofrecí, volteando la mirada hacia la ventana ignorando cómo hacía su camino sin vergüenza por mi habitación, sin nada más que su ropa interior.

—Eso es bueno —respondió desde el baño. Asomó su cabeza por la puerta y agregó—: ¿Tendrás algún cepillo de dientes extra?

Sonreí asintiendo.

—En el botiquín. Hay hilo dental, enjuague bucal y cepillo de dientes. Si quieres darte una ducha, eres bienvenido. —Se dibujó en su rostro esa sonrisa que empecé a disfrutar. Una combinación de agradecimiento y amabilidad y alegría. Era como ver fuegos artificiales de muchos colores.

Y te conocí Where stories live. Discover now