13.

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La cena del día de Acción de gracias esperaba en la mesa. Noviembre llegó y con este, el invierno. Una ligera capa de nieve recubría la ciudad a través de la ventana. Dominick regresó los ojos a la mesa vestida con mantel y servilletas de tela.

Anelka colocó una vela que ganó en una rifa del edificio. Olor a otoño, comentó. Dominick se preguntó a qué huele el otoño. Las Cuatro estaciones de Vivaldi, llegó a acompañar sus pensamientos. Hojas secas, manzanas horneadas, canela, tarta de calabaza, el aroma cálido de la calefacción en el departamento. Sin quererlo, sus dedos recogieron todos aquellos aromas y los convirtieron en un suave ritmo.

Tal vez el otoño tenía un perfume, ahora tenía un sonido.

Tomó un lápiz y el cuaderno que siempre usaba. Lo tenía lleno de garabatos esparcidos en casi todas las hojas. Encontró un espacio vacío y copió el ritmo que sonaba en su mente sobre la hoja blanca que esperaba atenta.

Repitió el compás recogiendo todas aquellas sensaciones, esta vez con los ojos cerrados. El lápiz retomó el ritmo un par de veces antes de continuar.

Llenó un renglón con la música de su mente y la repasó usando su voz. Como nadie lo oía, lo hizo de nuevo, en esta oportunidad lo hizo mirando por la ventana. Sus dedos recuperaron el ritmo y lo continuaron sobre el cristal que lo apartaba del otoño en la ciudad.

Las hojas secas cabalgaban el viento frio, que anuncia el invierno a un ritmo en staccato. Los árboles se remecían en un dulce adagio y el aroma de las manzanas cocidas a fuego lento, tenían el sonido de un allegro.

Abrió los ojos decidido a continuar la pieza que componía su mente. Al darse vuelta, se encontró con la mesa servida y Anelka observándolo en silencio. Dominick se ruborizó entero y agachó la cabeza. Por un momento, olvidó donde estaba y que tenía compañía.

La anciana se mantuvo en silencio, pero una sonrisa pequeña la delataba.

—No me equivoqué contigo—murmuró Anelka avanzando hacia la mesa —.La música fluye en ti como la sangre en tus venas. Conocí a alguien como tú hace mucho tiempo.

Anelka se sentó en una silla, le hizo una señal para que se acercara. Dominick se dio cuenta que era hora de cenar y su estómago se lo confirmó. Hizo lo que la anciana le pedía y al ver la mesa servida, se percató de algo más. Acababa de sonreír.

No era usual en él hacerlo, pero se sentía feliz, algo todavía más inusual. Tranquilo, relajado y hasta alegre. Por un momento se desconoció y al siguiente le dio una mirada al pan hecho en casa y todavía humeante.

Ganó una máquina para hacer pan en una rifa de la escuela. Cuando regresó a casa, le contó a la anciana con mucha decepción lo que obtuvo; los otros premios eran mejores, le dijo. Anelka le sonrió muy contenta al recibir la caja. Sin duda su suerte cambió. Si hubiese sido June, le tiraba el paquete en la cabeza.

La anciana en cambio se puso muy feliz y dijo que siempre quiso una. Cuando abrieron la caja, descubrieron que era muy fácil de usar y los ingredientes no eran cosa del otro mundo. Ahora el pan rebanado en gloriosas tajadas, esperaba ser devorado.

Prepararon la cena juntos y como a ninguno de los dos les gustaba el pavo, optaron por comprar chuletas de cerdo. Cocinaron una ensalada de papas, unos cuantos vegetales y compraron media tarta, porque era política de Anelka no desperdiciar absolutamente nada. La comida sobre esa mesa se acabaría toda.

La anciana calculaba las porciones y los gastos con precisión admirable. El dinero que le enviaba Russell para los gastos del chico quedaba registrado en un cuaderno que Anelka cuidaba celosamente. Anotaba hasta el último centavo que se gastaba, incluyendo la mesada que recibía Dominick.

Rapsodia entre el cielo y el infiernoWhere stories live. Discover now