Capítulo 10

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Ana cerró la puerta de su apartamento y se dio media vuelta con el brazo en alto, gesto que al mismo tiempo denotaba triunfo y le servía para mostrar su tesoro a sus compañeros.

—¿Lo tienes? —quiso saber Jesús, acomodado en el sofá.

—Aquí están las llaves y en la calle de atrás está aparcado, esperando a que mováis esos culos de vagos para marcharnos.

Amelia se puso de pie para irse y echó un último vistazo a su móvil antes de guardarlo en el bolso.

¿Salís ya?

Que no se te olvide la guitarra, por fa

Me apetece mucho escucharte

Aunque así voy a tener que compartirte con el resto

Se repitió por enésima vez que solo eran amigas y que esas otras interpretaciones que ella le daba a los mensajes de Luisita eran imaginaciones suyas, sus sentimientos y deseos no la dejaban ver con claridad.

Sí a todo

—Anda, deja ya el teléfono —le aconsejó Ana—, que te tiene que durar la batería toda la noche. Además, no sé con quién hablas tanto, si nosotros estamos aquí.

—Uy... —dijo Jesús, que llevaba varios días haciendo un esfuerzo sobrehumano para no contar nada.

—Con unos amigos de Zaragoza.

—Bueno, pues, diles a esos amigos de Zaragoza que te vas de fiesta con tus amigos de Madrid.

—Claro. —Amelia sonrió y no volvieron a hablar en todo el camino hasta el coche, aunque las miradas que le dirigió a Jesús fueron lo suficientemente elocuentes para que al chico no se le ocurriese siquiera insinuar nada.

El coche era un préstamo de un amigo de Ana, un tal Gabriel, que además era accionista del hotel La Estrella. Aunque, más que amigo, estaba claro que él buscaba algo más y aquello solo era una manera de ganar puntos con la pelirroja. Fuese lo que fuese lo que había detrás, la verdad es que a ellos les daba un poco igual. Lo importante era que necesitaban un medio de transporte para ir hasta la casita rural donde iba a ser la fiesta y aquel coche les había caído como llovido del cielo.

Casi hora y media después, llegaron a destino, según les informó la voz sensual que el tal Gabriel había configurado en el navegador. Sin embargo, allí no había nada, solo árboles y campo.

—Chicos —dijo Ana, tras apagar el motor—, creo que ya no estamos en Kansas.

—¿Nos hemos perdido? —preguntó Jesús desde el asiento trasero—. Mira, tanto cochazo y tanta pijada para luego esto.

—Bueno, haya calma, no podemos estar muy lejos —trató de armonizar Amelia—. Voy a llamar a María, que al fin y al cabo la casa es del tío de Ignacio y digo yo que conocerán la zona.

—¡Luisita! —gritó Ana.

—No, a Luisita, no, que tiene una orientación muy mala —dijo la morena, mientras manipulaba su teléfono en busca del contacto de María.

—Ya te gustaría a ti cambiársela —susurró el botones cerca del oído de Amelia para que solo ella lo oyese.

—¡Luisi! —La pelirroja abrió la puerta del coche porque no atinaba a encontrar el botón del elevalunas eléctrico en aquel panel de mandos, que más parecía el de una nave espacial que el de un turismo.

ContigoWhere stories live. Discover now