Capítulo 2

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Madrid y sus cambios de temperatura locos en cuestión de horas. En un clima tan seco, el efecto del sol o su ausencia hace que el termómetro varíe de abrigo a camiseta de tirantes y de nuevo a abrigo con una facilidad difícil de encajar, para el cuerpo y, desde luego, con el vestuario. Por eso, esa mañana, al salir de casa tan temprano, Luisita había decidido llevarse una rebeca de entretiempo para acercarse al Asturiano, la cafetería que su familia tenía en la Plaza de los Frutos, y echar una mano a su abuelo Pelayo y que, así, este pudiera ausentarse unos minutos para ir a hacerse unos análisis de control. Nada preocupante, solo era pasar la ITV de ese año, decía él.

Iba tan enfrascada abrochándose la chaqueta de punto que no se dio cuenta de lo que estaba sucediendo hasta que escuchó el grito de una mujer unos pocos metros por delante de ella. Levantó la vista alarmada y le dio el tiempo justo a apartarse para no ser arrollada por un tipo trajeado y su patinete eléctrico.

—¡¡Sinvergüenza!! —le gritó, entre otros improperios, movida por el subidón de adrenalina que le había generado el susto.

—¡Mierda, mierda, mierda! —escuchó a su espalda y se giró nuevamente para ver a una chica con los brazos extendidos en cruz y la cabeza agachada mirándose la pechera de la blusa completamente manchada de café—. No me puede estar pasando esto. Hoy, no, por favor.

—Hola —Luisita caminó un par de metros, recogió el vaso de papel que antes iba lleno de café, lo dejó encima de una papelera cercana y se aproximó a ella—. ¿Te encuentras bien? ¿Te ha hecho daño?

La otra mujer levantó la cabeza y su melena negra y rizada dejó paso a una cara de incredulidad que pronto se tornó en enfado contenido.

—No. Un poco. —La desconocida trataba de despegarse la tela húmeda de la piel—. Me ha dado en el brazo donde llevaba el café, ¡caliente!, y mira cómo me ha puesto.

—¡No tienen vergüenza!, de verdad te lo digo. Esto tendría que estar prohibido, pero ¿qué más da?, ¡si luego aquí cada uno hace lo que quiere! —Luisita vio que a la chica se le empezaban a llenar los ojos de lágrimas—. Oye, ¿necesitas ir a un médico o algo? ¿Te duele?

—No, no, gracias —negó varias veces con la cabeza, haciendo que sus rizos oscilasen de un lado a otro—. Donde tenía que ir era a una entrevista, a la entrevista de mi vida, pero no me puedo presentar así.

—Bueno, si es por eso, mujer, puedes cambiarte y asunto arreglado —su optimismo apareció con energía, pero no llegó a calar en la otra con la misma eficacia que lo hizo el café en su ropa.

—Sí fuese tan fácil... —dijo la morena con tono derrotado—. Pero ya no me da tiempo, es tardísimo... Y por ahí viene el 147.

Luisita pensó rápido o quizás ni siquiera se detuvo a pensar, algo bastante habitual en ella, y actuó según le dictaba esa vocecilla interior que no paraba de meterla en líos, a cada cual más rocambolesco.

Lo primero que hizo fue quitarse la bandolera y ponerla entre sus rodillas, el mismo destino siguió la chaqueta, y luego empezó a desabrocharse su propia blusa. Sabía que el autobús subiría todavía una parada más, después entraría en una rotonda con semáforos y bajaría de nuevo hacia donde estaban ellas para detenerse en la marquesina que había a unos metros.

—¡Rápido! —urgió a la otra mujer—. Quítate la camisa.

Al principio, la morena no reaccionó, aún estaba en estado de shock y el desconcierto no le permitía entender qué pretendía aquella chica. Pero, en cuanto lo comprendió, obedeció y comenzó a desabotonarse a toda velocidad. Notó la mirada atenta de la rubia sobre su pecho, según iba abriéndose la tela.

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