Capitulo XXVlll

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Aquella tarde Albert le acompaño en sus breves recados, la niña que en un principio reconocería por sus coletas atadas con listones rosados y alegre semblante, era ahora una joven reservada y de mirada agobiada, estaba claro que la edad por la que atravesaba Candy no era la más fácil, el joven Ardlay recordaba ser tachado de taciturno por sus profesores en esa época, pero Candy era un caso distinto, ella era una persona llena de vida.

A pesar de darle su apellido, Albert no la veía como a una hija, pues era demasiado joven para ser padre de una jovencita de su edad, tampoco podía verla como a una hermana, aunque Rosemary había muerto hace muchos años, no pretendía sustituirla por la pequeña Candy White, nadie podía sustituirle.

Su pupila.

Sí, podía pensar en ella de esa manera, pero Candy era más que eso, era la única constante en su vida, su amiga. La niña llorona que siempre tenía que rescatar de su mala fortuna y es que, la primera vez que le había conocido, hace años, el adolescente incomprendido en él se había quedado fascinado de lo encantadora que era esa pequeña de grandes ojos verdes, aquella tarde cuando había escapado de la mansión Ardlay y se había encontrado vagando sin rumbo no pudo evitar detenerse para consolar a la niñita rubia que lloraba en su soledad, recordaba que después de conversar un poco, él había tratado de mostrarle su gaita y Candy le había comparado con caracoles, habían reído y sus lágrimas habían cesado. Se veía tan sola y eso había removido algo  muy profundo en él, después de todo Albert sabía mucho sobre la soledad.

El hombre sonrió recordando cómo no habían parado de reencontrarse durante todo este tiempo y sobre todo  la  alegría genuina al verse. Era tanta la dicha de volverse a ver que siempre acababan abrazados. Ya que muy pocas veces se le demostraba tanta efusividad.

Mientras tía Elroy le exigía hasta el punto del estrés, sus sobrinos le eran desconocidos y George le daba instrucciones sobre el próximo paso en su vida ( pues esta ya estaba más que planeada), al mismo tiempo que hacía de intermediario entre él y su tía o el consejo, no había nadie que se quedara y le ofreciera una amistad, que lo apreciara por quien él era.

Solo Candy: la niña llorona que debía rescatar una vez más.

La joven que para entonces toqueteaba unas naranjas en un puesto de frutas estaba ajena a aquella apreciación hacia su persona. Se le veía más delgada y había crecido unos cuantos centímetros, el vestido que llevaba le quedaba pequeño haciendo notar sus nuevas formas femeninas, aun así no había mucha coquetería en su arreglo, apenas y traía la masa de rizos en una trenza que parecía una cuerda gruesa que usaban en los muelles.

— Las naranjas están muy buenas, señora — dijo el vendedor animándola a comprar— compre cinco, su esposo le agradecerá.

Candy quiso replicar lo primero que se le vino a la mente, pues se le veía claramente ofendida mientas a su lado a penas escucho la risa ahogada de Albert. El dependiente no pareció entender el motivo de su molestia y Albert se apresuró en pagar por las frutas.

— Gracias, que tengan buen día.

Caminaron un poco más, en ese rato Albert pudo notar el conflicto en la chica. — ¡Ese vendedor a creído que soy una vieja! — soltó la muchacha haciendo una mueca de desagrado.

Albert paso su brazo sobre los hombros femeninos y se ofreció a explicar— lo que sucede es que ellos llaman señora a todas las mujeres, incluso a las jovencitas, creyó que te estaba haciendo un halago.

— ¿Un halago? — Cuestiono la rubia frunciendo el ceño — ¡pero si me ha llamado vieja y me ha inventado un esposo!

— Hay muchas chicas de tu edad que ya están casadas — menciono el joven Ardlay notando lo mucho que sonaba a la misma tía Elroy.

Si fuéramos mayoresWhere stories live. Discover now