Capítulo 4: pesadilla pentagráfica

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Gabriel, pasó una noche terrible; miles de veces, los acordes de su melodía inconclusa recorrían los surcos de su inconciencia, convirtiéndola en una pesadilla pentagráfica.
Esa mañana fue al conservatorio; el único lugar que frecuentaba, además de su hogar, para buscar la forma de terminar la sonata. El intento fue fallido, pues lo único que consiguió fue perder toda la mañana y la tarde en el platicando con los viejos austeros de sus antiguos maestros.
El camino a casa nunca pareció tan prolongado; el joven alto de escultural figura arrastró su sombra por todo el camino. Al llegar a casa, entro directo a su habitación; en tanto se despojaba de sus guantes de cuero negro, y desabotonaba su impecable camisa blanca, un haz de luz dorada se coló por la ventana, haciendo resplandecer los botones negros ahora entre sus dedos; ya sin su camisa tomó su chelo, y disponiendo la silla frente a la ventana, después de correr las pesadas cortinas (por un capricho poco habitual de su intuición) comenzó a tocar su melodía.
Allí estaba él, frente al hermoso ocaso; acariciando su chelo, amante fugaz que se lamenta entre sonrisas; un joven pálido de cabello negro y suave a la altura de su omoplato, con la talla desnuda y unos deseos enormes de convertirse en la nota ya interpretada.

Una hoja cayó en el regazo de náyade, sobre el abrigo rojo que terminaba una cuarta antes de las rodillas y sobre las enaguas de encaje blanco que solía usar para crear un efecto elevado, como el tul de una bailarina.
El abrigo replegaba sobre la esbelta figura de la joven, como si el aire le obligarse a fundirse en su piel.

Se encontraba sumergida en la tinta y el papel, cundo escuchó una melodía proveniente de la casa contigua; sus piernas comenzaron a ordenarle que se pusiera de pie; como dos yeguas salvajes la levantaron sobre sus rodillas. Sus manos ágiles ataban los delicados lazos cafés sobre sus tobillos hasta la altura de su ingle. Se movía como si tuviese hilos invisibles atados a su cuerpo; su cabello se deslizaba en el aire. Pronto se vio en medio de la compacta superficie de cristal, regalándole el cuerpo a los acordes de un extraño.



Gabriel se encontraba en medio de un trance melancólico, cuando sus ojos grises en un azar bendito se levantaron para contemplar el espectáculo viviente que danzaba sobre la laguna. A esa distancia, los ojos opacos y sombríos contemplaban desde una panorámica aérea, a una ágil joven que parecía resbalar verticalmente sobre el dócil cristal, sobre las hojas y las flores atrapadas en él; entonces, las manos de Gabriel parecieron interpretar, no la música en el chelo, sino las caricias del viento en los giros y las poses de la bella dama; Gabriel estaba en la cúspide del éxtasis, y náyade, ya exhausta, se, detuvo.
Los ojos de Gabriel, se cerraron amargamente.

Mientras desataba las zapatillas náyade se preguntaba ¿como su cuerpo se había convertido en el amo de su mente?; sin encontrar la respuesta, y hasta tener la luna en las pupilas no entro a su casa.
La noche fue cautelosa ese día, pues era testigo del desconcierto de dos seres, tan cercanos como estrellas en el cielo, pero tan lejanos como éstas mismas en la infinidad del universo.




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