—Está diciendo la verdad —murmuré, la voz pastosa—. Tu padre...

—No quiero oírte... —me silenció él, jalándome para que diera un paso adelante.

Choqué contra su pecho duro, pero puse mis palmas en su torso antes de separarme de nuevo. Era cierto que no podía mantenerme de pie sin su ayuda. Sin embargo, no lo quería cerca. Todas mis células rehuyeron su olor, su cercanía.

Jamás lo había visto con tanta claridad: a él. Así, real como era. Pero siniestro. Tanto, que no hacía falta que dijera nada para que el miedo resonara en mí como aquellos cristales rotos del espejo en su habitación. Había un resquicio de Eíza en Nash. Y, por lo visto, no iba a renunciar a él. Era como una de esas maldiciones generacionales, que se rompen únicamente cuando eliges.

—No puedo hacer nada por ella —dijo, volviendo a dar pasos lentos conmigo a cuestas.

Negué dos veces, adolorida. Los músculos me temblaban por el frío.

—Sí, puedes.

—Bueno. Sí puedo. Pero no quiero —aseguró.

Su tono no daba lugar a objeciones.

Yo estaba a punto de vomitar. El efecto posterior a la droga hizo mella en mi estómago y me obligó a arquearme. Nash me sujetó por los hombros. Cuando oí un susurro venir de él, supe que si hablaba bajo no era para que Cristin no escuchara, sino para que a mí, sus palabras, me catapultaran de lleno al vacío de su interior.

—Nada hay, a menos que así se piense, que sea bueno o malo.

Clavé la mirada en la suya. Por uno de sus costados, vi que Cristin nos observaba y que empuñaba con mayor energía el mango del cuchillo. Me imaginé a mí misma con la hoja ensartada en la garganta o en el corazón. El dolor debía de ser similar a lo que sentía en esos instantes.

Otras veces había escuchado o leído testimonios acerca de lo que ocurre cuando sabes que te vas a morir; piensas en las cosas que hiciste mal, sobre todo. Piensas en lo que no dijiste, pero sí sentías, en todo lo que querías hacer, pero te detuviste por miedo.

Hice un conteo mental de ello; yo tenía buena relación con mi familia. Tenía una mejor amiga, un promedio excelente, una reputación con parches, pero era feliz. Y, por último, había compartido con un primer novio la sensación de saber lo que no se quiere en una relación. Me gustaba la monogamia. Nunca me pregunté si quería casarme, tener hijos; más allá de la graduación, de hacer un doctorado y poder dar la terapia que tanto me ayudó a mí, no poseía un plan acerca de mis relaciones afectivas y románticas. No obstante, sumergida en la mezcla de olores en el sótano, al lado de Nash y frente a Cris, me di cuenta de que, al tener la oportunidad de elegir con quién pasar un futuro, sin duda lo haría con Sam.

Si de algo me arrepentí mientras Cristin me sonreía y Nash volvía a instarme a caminar, fue de no habérselo dicho, y de haber desperdiciado dos años de mi vida creyendo que él se merecía a alguien mejor.

Al fin y al cabo, soy una persona, no un objeto. Y Sam nunca me ha juzgado.

—No puedo caminar... —acepté, por fin.

Las rodillas me flaquearon. Nash impidió, con su propia fuerza, que me desplomara en el suelo. Se inclinó para abrazarme, pero antes de que pudiera darse la vuelta para cargarme por completo, escuché los pasos de Cris dirigiéndose a nosotros. Mi pulso se aceleró a un ritmo de infarto. Gemí tan rápido y con tanta desesperación, que Nash siseó para acallarme.

No, no, no...

Cerré los ojos. Traté de pensar en las cosas buenas de mi vida, y me entregué a una suposición terrible. Nash me dejó en el suelo otra vez. Entonces sentí que el mundo se tambaleaba a mi alrededor.

Mi trasero golpeó el suelo con fuerza al tiempo que un gemido gutural abandonaba la boca de Nasha. Al caer e intentar detener mi peso en el concreto frío, una de mis muñecas sufrió una torcedura que me hizo gritar a causa del dolor. Eché la espalda atrás, acariciándome la extremidad de la que surgió un tono amoratado casi en el acto. Me imaginé que me había roto la muñeca.

Cristin estaba de pie, cerca de Nash; ella había retrocedido un paso. Él tenía un corte a la altura del codo... las gotas de sangre lo siguieron cuando se aproximó a mí.

—Ya basta —le dijo él, apuntándole con el dedo, y viniendo hacia mí más rápido.

Ignorando la herida de su piel, sujetó mi mano con delicadeza e hizo una mueca. Evitó mirarme a los ojos...

Nash... —mi voz era penas un hilo lastimero.

Estaba sofocada por el golpe. Hice un esfuerzo para alcanzar aire.

Él no pudo volverse. Se quedó muy próximo a mí, de rodillas; se inclinó un poco más. Su frente y la mía se rozaron. Aquel rizo, el mismo que recordaba si mi intención era buscar las cosas bonitas en él, se deslizó hasta acariciarme la sien derecha.

Tenía casi todo su peso recargado en mi cuerpo, como si lo hubieran empujado.

Aturdida, escuché dos golpes más a sus espaldas. Una parte de mí estaba determinada a no mirar a Cristin. Pero lo hice. La miré justo en el momento en el que ella se erguía, cuchillo en mano, y me dejaba ver el rastro de sangre en la hoja. Ahora, toda ella iba disfrazada de salpicones de sangre.

Busqué, desesperada, la mirada de Nash al frente.

—No —gruñó él, la voz apagada, los ojos cerrados—. No mires.

Le escuché toser. Mientras se hacía a un lado para sentarse y recargarse en la pared aledaña, volví a entreabrir los labios; el llanto, la impotencia y el miedo se apretujaron en mí. Los ojos me ardían. Comencé a respirar con tanta dificultad que creí que iba a desmayarme.

Lancé una breve mirada a Cristin, que se limpió el sudor de la frente. También estaba llorando, pero a pesar del dolor que le suponía haberlo hecho, dijo—: Dijiste que lo intentara; libertarte de ella.

Soltó el cuchillo y subió las escaleras, tropezándose en una antes de desaparecer por completo.

Dejé caer la cabeza en el suelo, vencida por el sopor. Presa del frío y de la aflicción, me giré y apoyé la mejilla en el piso. Nash me miró.

—No lo va a conseguir —gimió; apenas pude escucharlo—. Pero... —Tosió dos veces seguidas, provocando que un ligero chorro de sangre le surgiera desde la boca—. Será mejor que no se lo digamos.

Los párpados me pesaban más segundo a segundo. Cuando vi que respiraba lento, supe que lo hacía para detener el fluido de su sangre.

Deseé que pudiera controlarlo. Pero entonces miré al suelo...

Desde la pared, en un río que lo había comenzado a rodear, apareció el telón final de una tragedia que no había escrito Shakespeare y que, en manos de Nash, había adoptado un significado más tormentoso.

Como el infierno.

Nasty (A la venta en Amazon)Where stories live. Discover now