Capítulo 43

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En multimedia: Saint Asonia - Waste my time.





A mí no se me daba bien pensar en monstruos; esos como los que aparecen en las historias fantásticas. Siempre creí que el nombre se le atribuía a una persona gracias a la falta de comprensión; yo, por ejemplo, no había conseguido comprender a Nash, y por eso lo llamaba monstruo.

Al evocarlo en mis pensamientos, los que apenas comenzaban a tomar forma mientras trataba de abrir los ojos y moverme, me arrepentí más que nunca de haberlo llamado así: tal vez Nash no era un monstruo. Simplemente... no lo comprendía. Tenía sus razones de ser. Actuaba para sí mismo, y no iba a cambiar.

No era que acabara de darme cuenta.

Lo sabía.

Siempre lo supe.

Pero nunca quise aceptarlo. Porque las mentiras cubren una realidad y, sin embargo, no le restan peso. Así que, ¿de qué me había servido decir mentiras si ahora, gracias a ellas, tenía un montón de consecuencias que no parecían tener punto y final?

Un regusto metálico se incrustó en mi boca. Intenté parpadear dos veces seguidas, pero lo que conseguí fue añadirme terribles punzadas en las sienes. Estaba recostada, en un suelo duro, frío y apestoso a humedad; mi alrededor se había oscurecido, salvo por una luz que arañada el suelo.

Una única luz.

Aunque pude moverme un poco, sentí las extremidades más pesadas que nunca en mi vida. Las piernas, en especial, estaban sumidas en una sensación agobiante de hormigueo; del estómago para arriba, todos mis músculos seguían presas del entumecimiento.

Arrastré una mano sobre la superficie de lo que supuse era un concreto muy viejo... Olía a cloaca; a un lugar abandonado. El reconocimiento del sitio hizo que dos lágrimas heladas surcaran mis mejillas. Al instante, recordé lo que había sucedido en el estacionamiento de la clínica.

Siloh...

Ay, Dios... —gimoteé.

Rompí en llanto.

No pude moverme. No pude espabilar. La cabeza me dio vueltas cuando hice un nuevo intento por incorporarme.

El sonido de un gozne chirrió en la penumbra. Pasos que descendían lo que se escuchó como una escalera. Un ruido sibilante irrumpió en el silencio.

Un silencio que no se parecía en nada al de Sam. O al de Siloh...

—Bueno, pues no estás embarazada de mi hijo, según veo —una voz ronca se abrió espacio en algún lugar frente a mí.

Nada de lo que había escuchado tenía sentido; de manera que levanté la mirada, sin poder ver a la persona que me estaba hablando. Se ocultó por un momento, pero al segundo siguiente oí que otro par de pisadas bajaban en la misma dirección.

Esta silueta me provocó un escalofrío.

La luz se encendió. Una Cristin con aspecto de energúmeno apareció frente a mí, un rastro de sangre en su rostro; tenía una hinchazón en el pómulo izquierdo. Llevaba el pelo atado en una coleta y sus ojos, inyectados todavía más de lo que pude recordar, no se posaron en mí. Ella se recargó en la pared. Entonces clavé la vista en la persona que, probablemente, se merecía todos los nombres despectivos del mundo. No solo por tenerme en este lugar (era un sótano, según parecía), sino también por haber arruinado la existencia de su propio hijo.

Nasty (A la venta en Amazon)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora