Capítulo 22

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Sam me invitó a pasar a la habitación, pero yo me quedé rígida en el momento en el que lo insinuó. De hecho, sentí que las mejillas me ardían como siempre que pensaba en Nash, o que oía cosas acerca de él; o que lo veía por pura casualidad en la biblioteca. Sus miradas para mí eran las mismas. Su presencia no había cesado de ser una sombra a mis costados como si se hubiera convertido en un espectro deambulando a mi alrededor, hasta conseguir asustarme. Ya no quería preguntarle nada sobre la foto.

A estas alturas, había comenzado a confiar en mi teoría de que aquello no era otra cosa que un pretexto.

—Solo tardaré un par de minutos —aseguró Sam, jalándome para que entrara—. Es sábado, y suele irse con su padre todos los sábados.

Evité preguntar si regresaría. Él se quitó la camisa y para darle privacidad me di la vuelta y caminé hacia la ventana. Junto al alféizar había un cuaderno abierto por la mitad. Tenía las pastas desgastadas como si ya tuviera su tiempo acumulado.

Al darme la vuelta, Sam me miró unos instantes y se acercó a los cajones de su cama, de donde sacó una billetera y sus lentes de sol. Mayo había llegado con inclemencia. Pero ese fin de semana yo me había relajado un poco sin importar mi lista de deberes; Siloh y Shon habían ido en uno de sus paseos y Sam me acababa de convencer para que fuéramos al centro comercial.

—Demonios... —bufó, rebuscando en sus bolsillos—. ¿Me esperas? Tengo que ir a los baños. No tardo.

Extrañada, sacudí la cabeza para que se apresurara y, no sin sentirme una intrusa en aquel lugar, eché un vistazo alrededor. Mis pies me condujeron a la cómoda del lado opuesto, la que le pertenecía a Nash. Instada por la curiosidad y por el terror de saber qué cosas tenía allí —si era mundano o no—, estudié los objetos de la repisa.

Había libros, más que nada. Y ensayos hechos por él. Pero lo que llamó mi atención de inmediato fue el cuaderno de tapas de piel que se encontraba medio oculto entre los ejemplares de los poetas malditos. Era toda una colección en la que no figuraba nadie salvo autores trágicos.

Negué con la cabeza, fascinada por la vida tan literal que llevaba Nash con su carrera. Y, después de estirar la mano a ese lugar prohibido, alcé el primer tomo que rezaba el nombre de Lord Byron. Saqué muy despacio el diario de Nash, empuñándolo entre mis manos cuando sentí su textura.

Lo abrí por la mitad. La letra pulcra, delineada y casi perfecta de Nash, se encontraba acumulada por partes. No tardé mucho para darme cuenta de que eran poemas de todo tipo. Pasé las hojas sin percibir el tono de cada uno, pero me detuve en un romance en específico que tenía la palabra «dulce» borroneada con una pluma azul, luego de haber sido trazada con pluma negra.

El escrito hablaba de un lunar rojizo, de un dolor contenido y de una herida hecha por el filo de una mirada. Hablaba, versos más abajo, de una palabra, de una travesura y de una promesa. Para el final, que era bastante trágico, describía el sentido de no ser nadie cuando del amor se trata. Para él, para Nash, el sentido de estar vacío lo implicaba todo en el amor porque no tenía nada que dar.

Se me formó un nudo en la garganta al entrever el sinónimo perfecto de lo que era Nasha Singh: un infierno hecho persona. Mi infierno personal. Eso era él. La materialización de todos mis defectos y demonios estaba en ese cuaderno; los demonios que, durante largos años, mientras acumulaba rencor para mi madre, se habían formado en mí, podían respirar en sus palabras. Haciéndose pasar por amor.

Dejé el cuaderno en su sitio. Apilé a los otros poetas malditos sobre el único que convertía mi mundo en fuego, y luego lo reducía cenizas. Nash me derruía como nunca nadie lo había hecho; quizá porque éramos parecidos, quizá porque nunca había sentido nada tan real como el dolor de revolcarme en sus torturas.

Nasty (A la venta en Amazon)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora