Capítulo 20

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M: Astrid S - Hyde.





Cuando niña, mi madre me enseñó a patinar sobre hielo. Me habían bastado no más de diez caídas para aprender a manejar las navajas de mis zapatos. Y de repente, me encontré aquí, incapaz de volver a utilizar esa filosofía en mi vida.

Aún con las cosas que me había contado Sam, no dejaba de pensar en lo terrible que era todo visto desde el ángulo de Nash. Quizás era injustificable e incluso tonto que hubiera dejado caer sus ajustes conmigo, pero mi parte ilusa me decía que la foto no había sido más que un pretexto y que sí, se había convertido en otra cosa.

Tal vez otra cosa más dañina, pero también más potente.

En la sala que precedía a la oficina del rector, se encontraban su secretaria y un par de alumnos que, como yo, esperaban su turno para revisar sus currículos. Hacía como una hora que me encontraba allí. La fila que iba antes de mí era de casi cuatro alumnos, así que, acalorizada y nerviosa, salí del edificio y lo rodeé para sentarme en la pileta detrás.

Una jardinera cruzaba toda la parte trasera y más allá se extendían las construcciones del complejo habitacional en el que habitaban los alumnos. O al menos una parte de ellos. Releí mis anotaciones para un escrito muy importante, y saqué mis audífonos para así poder concentrarme más.

Cuando calculé que ya podía haber transcurrido otra hora, y que tal vez la fila ya se habría acortado, volví sobre mis pasos e hice mi camino con dirección a la rectoría. Pero, al ver el jardín delantero, en las bancas de concreto ofrecidas debajo de los árboles que adornaban la explanada, encontré la figura de Nash que charlaba acaloradamente con un tipo. De lejos, no alcancé a distinguir sus facciones, y de todas maneras supe que era su padre.

Desde el umbral de las puertas, oculta detrás de un pilar, observé a los dos personajes que mantenían una charla que parecía muy intensa. Nash sacudió varias veces la cabeza en ese momento y se levantó de golpe. Intentó caminar lejos de la banca, pero el tipo no se lo permitió. Le jaló el brazo con fuerza y lo hizo encararlo. El corazón me dio un vuelco. Estuve a nada de salir de mi escondite. Logré mantenerme en mi sitio mientras veía, atenta, cómo el padre de Nash le apuntaba con un dedo a la cara, como si estuviera exigiéndole algo. Después de eso, se ajustó algo en su camisa y se marchó.

Noté que se dirigía al estacionamiento. Y entonces, impelida por el sentimiento de zozobra que había en mi pecho, eché a andar hacia Nash, que se había dejado caer de nueva cuenta en la banca. Tenía la cabeza agachada para cuando llegué a su lado, pero no me senté. No sabía qué esperar de él.

—¿Ese era tu padre? —le pregunté, para que reparara en mi presencia.

Como no alzó la cabeza supuse que ya me había percibido y que no quería mirarme. De modo que, con un movimiento calculado, y mirando distraída el jardín tan amplio, me coloqué en la banca, varios centímetros lejos de él.

Durante largos minutos, me quedé absorta en la imagen que ofrecía aquel día; los alumnos corrían de un lado para otro, algunos cargaban pilas enormes de libros con sus brazos y muchos otros llevaban, debajo de los ojos, marcadas bolsas de color violeta.

Yo misma estaba sometida a aquel cansancio académico, pero mi mantra era que valía la pena. En mi caso, aun así, había otra cosa que me dejaba en un estado de insomnio muy voluntario. Sam apenas y me dirigía la palabra; Siloh decía que era porque estaba avergonzado. Pero yo no tenía nada qué reclamarle. Al principio, luego de que me contara la razón por la que había abandonado su fraternidad, sí sentí un extraño pesar, como si de forma implícita me hubiera infligido el daño a mí. Y, gracias a eso, me obligué a enviarle un texto preguntándole si Cristin había cedido.

Nasty (A la venta en Amazon)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora