Las Ruiras de Kemel-Ze

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Por

Rolard Nordssen


Con las aclamaciones de los socios de la Sociedad Imperial aún resonando en mis oídos, decidí volver a Morrowind inmediatamente. No sin cierto remordimiento, me despedí de los sensuales placeres de la Ciudad Imperial, pero sabía que con las maravillas que había traído de Raled-Makai tan solo había escarbado la superficie de lo que se encontraba en las ruinas de los dwemer en Morrowind. Sentí que existían tesoros aún más espectaculares allí afuera, que solo estaban esperando a que alguien los encontrara, y yo estaba ansioso por salir. Además, tenía ante mí el saludable ejemplo del pobre Bannerman, quien aún seguía viviendo de su única expedición a la Ciénaga Negra hacía ya veinte años. Yo nunca seré así, me prometí.

Con la carta de puño y letra de la emperatriz, esta vez podría gozar de la cooperación total de las autoridades imperiales. No tendría que volver a preocuparme de los ataques de lugareños supersticiosos. ¿Pero hacia dónde debería dirigirme ahora? Las ruinas de Kemel-Ze eran la opción más obvia. Al contrario que en Raled-Makai, acceder a las ruinas no sería un problema. También conocida como la Ciudad del Acantilado, Kemel-Ze está situada en la parte continental de la Grieta de Páramo de Vvarden y se extiende hasta el escarpado acantilado costero. Los viajeros de la costa este de Páramo de Vvarden suelen visitar la zona en barco, aunque también se puede acceder por tierra desde los pueblos vecinos sin pasar apuros excesivos.

Una vez que mi expedición se hubo reunido en Seyda Neen, con las tediosas complicaciones que conlleva trabajar en un territorio a medio civilizar, nos pusimos en camino hacia la ciudad de Marog, situada cerca de las ruinas, donde esperábamos poder contratar a un grupo de excavadores. Mi intérprete, Tuen Panai, un chico extrañamente alegre para ser un elfo oscuro al que había contratado en Seyda Neen siguiendo los consejos del comandante de la guarnición local, me aseguró que los habitantes de Marog estarían muy familiarizados con Kemel-Ze, ya que habían saqueado el lugar durante generaciones. A propósito, Diez Peniques (como le empezamos a llamar muy pronto, para su constante diversión) demostró ser inapreciable y se lo recomendaría, sin duda alguna, a cualquiera de mis colegas que estuviera planeando expediciones similares a las remotas tierras de Morrowind.

En Marog, nos encontramos con el primer problema. El cacique del pueblo, un anciano reservado y elegante, parecía dispuesto a cooperar, pero el sacerdote local (un representante de la absurda religión que practican aquí, que venera a algo denominado "el Tribunal" que, al parecer, vive en los palacios de Morrowind) se oponía fervientemente a que excaváramos las ruinas. Pretendía convencer a los lugareños de que lo apoyaran hablando de "tabúes religiosos", pero yo le mostré la carta de la emperatriz y mencioné a mi amigo el comandante de la guarnición de Seyda Neen, con lo que se tranquilizó de inmediato. No cabe duda de que se trataba de una táctica habitual de negociación que habían acordado los lugareños a fin de incrementar su paga. En cualquier caso, una vez que el sacerdote se hubo alejado mientras refunfuñaba airadamente, sin duda echando maldiciones sobre las cabezas de los demonios extranjeros, rápidamente dispusimos de una fila de lugareños ansiosos por apuntarse a la expedición.

Mientras mi asistente arreglaba los detalles mundanos de los contratos, las provisiones, etc., el maestro Arum y yo nos dimos un paseo hasta las ruinas. Por tierra, únicamente se puede acceder a ellas por caminos estrechos que bajan por la cara del acantilado, en los que cualquier paso en falso amenaza con mandarle a uno hasta el espumoso mar que rodea las dentadas rocas que hay debajo. La entrada a la ciudad por la superficie debía estar originalmente en la parte nordeste de la cuidad (la parte que cayó al mar hace mucho tiempo, concretamente cuando la erupción de la Montaña Roja creó este impresionante y vasto cráter). Tras recorrer con éxito el peligroso camino, nos encontramos en una gran cavidad, abierta hacia el cielo por uno de los lados y que desaparecía en la oscuridad por el otro. A medida que nos adentrábamos, nuestras botas hacían crujir montones de metales rotos, tan comunes en las ruinas de los enanos como los restos de vasijas en otros emplazamientos antiguos. Obviamente, era aquí donde los saqueadores traían sus descubrimientos desde los niveles inferiores para quitarles el valioso revestimiento de los mecanismos enanos, y dejaban aquí las entrañas, pues resultaba más sencillo que arrastrar los mecanismos intactos de vuelta a la cima del acantilado. Me reí al imaginarme cuántos guerreros andaban por Tamriel sin ser conscientes de las piezas de mecanismos enanos que llevaban en sus espaldas. Ya que, por supuesto, eso es lo que la mayoría de las "armaduras enanas" son en realidad, armazones blindados de los antiguos hombres mecánicos. Empecé a pensar en lo extremadamente valioso que sería un mecanismo intacto. Este lugar, lógicamente, estaba lleno de aparatos enanos a juzgar por los desperdicios que cubrían el suelo de esta inmensa sala... o lo que antes había sido una sala, me recordé a mí mismo. Los saqueadores habían estado trabajando en esta zona durante siglos. Tan solo la carcasa valdría una pequeña fortuna si se vendiera como armadura. La mayoría de armaduras enanas estaban hechas de piezas mal ajustadas que formaban parte de diversos aparatos, de ahí su reputación de voluminosas y poco manejables. Sin embargo, un juego combinado procedente de un mecanismo intacto valdría más que su peso en oro, ya que las piezas encajarían sin problemas y su portador prácticamente no notaría el volumen. Por supuesto, no tenía la intención de destruir mis hallazgos para convertirlos en armaduras, pese a lo mucho que pudieran valer. Los llevaría a la Sociedad para realizar estudios científicos. Me imaginé los gritos y las miradas atónitas de mis colegas cuando lo descubriera en mi próxima conferencia y volví a sonreír.

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