La auténtica Barenziah I, II, III, IV, V

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Anónimo.


"Una biografía no autorizada de La Reina Madre de Morrowind"


I.

Hace cinco siglos, en El Duelo, la ciudad de las gemas, vivía una viuda ciega con su único hijo, un joven alto y apuesto. Era minero, profesión que también ejerciera su padre, peón en las minas del señor de El Duelo, dada su escasa destreza con la magia. El trabajo era digno, pero el jornal escaso. Su madre vendía los pasteles que ella misma elaboraba en el mercado de la ciudad para ganarse el pan, lo que a duras penas lograba. Según ella, mal no les iba: tenían suficiente para llenarse el estómago, más de un sayal al día no iban a lucir, y el tejado solo les goteaba cuando decía de llover. Pero Symmaco aspiraba a más. Esperaba a que la suerte le sonriera en las minas, lo que le reportaría un suculento premio. En sus ratos libres, se iba a la taberna a echar unas cartas con los amigos, acompañado de una buena cerveza. También llamaba la atención de más de una hermosa moza elfa, aunque estas no consiguieran mantener su atención por mucho tiempo. Era el típico elfo oscuro, joven y de origen campesino, que tan solo llamaba la atención por su tamaño. Se rumoreaba que por sus venas corría algo de sangre nórdica.

Sus treinta años coincidieron con el nacimiento de la hija de los señores de El Duelo. El populacho aclamó el nacimiento de la reina, pues entre los habitantes del lugar el alumbramiento de una heredera es señal segura de paz y prosperidad.

Cuando llegó el momento del rito real del bautizo, cerraron las minas y Symmaco corrió a casa a bañarse y vestirse con sus mejores galas. "Enseguida vuelvo a casa y te cuento", prometió a su madre, que no podía ir. Estaba enferma y, aparte de que habría demasiada gente, pues todo El Duelo estaría presente en tan agraciada ocasión, su ceguera le impediría ver gran cosa.

"Hijo mío", dijo. "Antes de partir, búscame a un sacerdote o curandero, por si en tu ausencia hubiera de pasar a mejor vida".

Symmaco se sentó en su camastro y notó con preocupación que la frente le ardía y que respiraba débilmente. Soltó un tablón del suelo bajo el que escondían sus pocos ahorros. Apenas si tenían para pagar a un sacerdote que la sanase. Habría de pagar todo cuanto tenían y pedir que le fiasen el resto. Symmaco agarró su manto y se marchó rápidamente.

Las calles estaban repletas de gentes que se apresuraban para llegar a la arboleda sagrada, pero los templos estaban cerrados a cal y canto. "Cerrado por las ceremonias", decían los carteles.

Symmaco se abrió paso a codazos entre la muchedumbre y se las apañó para alcanzar a un sacerdote que vestía una toga parda. "Cuando concluya el rito, hermano", dijo el sacerdote, "y eso si tienes oro; entonces atenderé gustoso a tu madre. Milord nos ha pedido a todos los clérigos que asistamos y no tengo ni la menor intención de ofenderle".

"Pero mi madre está gravemente enferma. Seguramente Milord no echará en falta a un humilde sacerdote", suplicó Symmaco.

"Es cierto, pero el archicanónigo, sí", replicó azorado el sacerdote, soltando su toga de las manos de Symmaco, para después perderse entre la multitud.

Symmaco probó con otros sacerdotes, e incluso con unos cuantos magos, sin mejor suerte. La guardia armada marchaba por la calle y lo apartó de un empujón con las lanzas, lo que era señal de que el cortejo real se aproximaba.

Conforme pasaba el carromato que traía a los dignatarios de la ciudad, Symmaco salió de entre la multitud y gritó: "¡Milord, Milord! ¡Mi madre se está muriendo!"

"¡Le prohíbo que se muera en tan gloriosa noche!", gritó el lord, riendo y lanzando al público monedas. Tan cerca estaba Symmaco que sentía el olor a vino del aliento del monarca. Al otro lado del carromato, su esposa acurrucó a la criatura contra su pecho y, bufando enojada, se dirigió con mirada incisiva a Symmaco.

La Biblioteca de Tamriel: OBLIVIONWhere stories live. Discover now