Capítulo 2

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Doy un portazo cuando salgo del despacho de mi padre y puedo escuchar la voz autoritaria de mamá, protestando porque no quiero obedecer lo que ella me ordena. Cuando me levanté esta mañana sabía que algo malo se avecinaba en la casa Hall y lo confirmé cuando mi madre me citó en el despacho de mi papá, una vez que éste se marchó.

Mi madre me sigue y sé que no quiere dar por finalizada nuestra conversación. Me agarra del codo con sus largos y finos dedos, para luego mirarme con aire crítico, se contiene para no gritarme. Pauline jamás grita, pero puede dejarte sin palabra con una de sus gélidas miradas.

—No terminamos, jovencita. —Abre la puerta del despacho y me hace una seña con la cabeza para que pase. Lo hago a regañadientes y esta vez ni siquiera me tomo la molestia en sentarme—. ¿Por qué no quieres? —pregunta cruzándose de brazos, del otro lado del escritorio. Sus brazos suavemente torneados y delgados, demuestran que ella sí usa cremas hidratantes. Sus largas uñas color rojo carmesí, golpetean el escritorio sin cesar y no aparta su mirada avellana de mi rostro.

—Porque me parece la cosa más ridícula del mundo —protesto y la veo poner los ojos en blanco, como si le fastidiara tener una hija como yo.

Pauline se sienta en la silla reclinable con lentitud, como si intentara calmarse. Veo que se cruza de piernas. Sus largas pestañas postizas se levantan como persianas cuando me mira, no tiene ninguna imperfección en el rostro. Es una mujer hermosa que no necesitó de ninguna cirugía para llamar la atención de los hombres, incluso tiene una altura envidiable y en lo único que nos parecemos, es en las largas piernas y en el cabello rubio oscuro. Aunque el de ella es más caramelo porque brilla incluso sin sol y el mío es rubio sucio, que sólo brilla porque está grasoso.

—Cariño, es un día muy importante, ¿por qué prefieres estar como una ermitaña en tu habitación? —pregunta y sé que todavía no entiende que de su vientre salió una hija totalmente distinta a lo que ella estaba esperando. A Pauline Rossi le cuesta admitir las derrotas y hace diecisiete años que quiere acostumbrarse a mi manera de pensar pero por más que lo intente, no puede.

—No voy a festejar mi cumpleaños a tu manera y punto —sentencio enojada.

Ella suelta un suspiro y se frota las sienes, agotada. Se relaja sobre la silla y me observa detenidamente, como si quisiera entenderme.

—¿Es tu última palabra? —pregunta mientras finge que se quita una pelusa de su vestido ceñido, color vino.

—Sí.

—Perfecto, lo discutiremos esta noche —me informa y luego me hace una seña despectiva para que me retire.

Aprieto los puños y tenso la mandíbula, con ganas de estrangular a mi madre o romper algunas cosas alrededor de ella, probablemente el jarrón importado que compró sólo para demostrar a los invitados que tenía algo de arte en su casa.

Salgo del despacho antes que se me ocurra gritar groserías y ganarme un buen castigo. Vuelvo a dar un portazo y camino hacia la cocina, refunfuñando.

—¿Por qué tan malhumorada? —pregunta Rita cuando me ve entrar a la cocina.

Barre mientras en el fuego se están cocinando un pollo. Camino hacia la heladera y saco una banana.

—Mamá quiere que festeje mi cumpleaños número dieciocho.

—Eso es una fantástica idea —comenta mientras guarda la escoba. Revisa la olla y luego se sienta frente a mí.

—No, Rita, estamos hablando de Pauline Rossi, la mujer que exagera con las fiestas —comento frustrada—. Seguramente va a querer que haya millones de invitados en un gran salón y toda esa pomposidad que la caracteriza —añado fastidiada, como si estuviera escupiendo cada palabra que sale de mi boca.

Mi problema favorito #1 [EN EDICIÓN]Where stories live. Discover now