Capítulo 40 🐺

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Emmie

Cuando acepté venir con Andrew a este pueblo sabía a qué estaba enfrentándome. No era ignorante sobre las cosas que hay en New Hope. Era consciente del peligro y los demonios enfrentándose a la familia de mi compañero. Sin embargo, nada me detuvo y dejé atrás todo lo que fui alguna vez. Lo que no me imaginé fue que habría terribles consecuencias. Secuelas y cicatrices que me marcarán de por vida. Pesadillas que no me permiten dormir en las noches. Recuerdos de las cosas que he perdido.

La vieja Emmie ha muerto.

Lo hizo esa noche que Marianne rompió mis huesos y mató a mi hijo. Lágrimas pinchan mis ojos a medida que me abruma la emoción. Me veo a mí misma tendida en el suelo con el vestido lleno de sangre e inconsciente. Cuando desperté y toqué mi estómago no sentía nada.

La vida se había ido.

Sus latidos se apagaron.

Ya no más pataditas o ilusiones de que pronto nacería.

Mi hijo fue asesinado.

El cuchillo se siente pesado en mis manos y está frío. Me acerco silenciosamente a la celda dónde duerme la asesina. Esta noche me convertiré en una también y no lo lamentaré. Su pecho sube y baja, su cuerpo tiembla y lloriquea. Probablemente no puede dormir debido a las pesadillas. Qué se joda. Son sus pecados recordándole todo el daño que ha provocado. El sonido de las rejas abriéndose la despierta y sus ojos se agrandan ante mi presencia, pero luego sonríe. La maldita monstruo sonríe.

—Mira a quién tenemos aquí —Sus carcajadas pitan en mis oídos —. La novia cadáver.

No contesto. Mi visión está borrosa, las lágrimas empapan mi visión mientras escucho mis propios gritos de esa noche. Supliqué que parara y ella nunca me escuchó. Yo tampoco lo haré ahora. No importa cuanto suplique. Moriré sin conocer la piedad.

—¿Qué harás? ¿Matarme? —Abraza sus rodillas a su pecho en un gesto protector —. Adelante, novia cadáver. Me harás un gran favor.

La punta de mi cuchillo afilado brilla bajo la única luz que entra en la celda oscura. Marianne observa mis movimientos, sin hacer el intento de detenerme.

—No lo sientes, ¿verdad? No lamentas nada de lo que hiciste.

—Ni tú ni nadie lo entenderían —desvía los ojos hacia la pared —. Yo... estoy enferma.

Esas palabras casi me hacen vacilar, pero me mantengo firme.

—¿Tú enferma?

—Sí. Las voces en mi mente cada día son más constantes. También me hablan, ¿sabes? Los regalos que mi padre me dio desde que era una niña. Me compensa con sus patéticos detalles como si con eso olvidaré toda la mierda que me hizo pasar. Él me alejó de mi madre.

Las lágrimas caen de sus ojos como si tuviera que sentirme mal por ella y su trágica vida. No caeré. No me manipulará. Yo he visto de lo que es capaz.

—¿Crees que me importa?

—Solo quiero hablar. Ellos no me hablan. Ordenan cuando debo moverme y si no obedezco me va muy mal —Se rasca la cabeza —. La pelirroja tiene razón. Soy un títere. Controlan mi vida, cada cosa que hago. Nunca me darán la oportunidad de vivir como quiero. Les pertenezco.

Aprieto el cuchillo en mi puño.

—Todos aquí tenemos un pasado de mierda y no es razón para ir dañando a personas inocentes —Me toco el estómago —. Tú me lastimaste. Me quitaste a alguien que esperaba con muchísima ilusión.

Las lágrimas caen más rápido.

—Lo siento.

—No, no lo haces.

Dulce Perdición [En librerías]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora