XLII: Alrión contra Reniu

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El tren de Lucerna corría revigorizado junto a la carretera principal del reino, aquella que unía ciudad Miseto con la capital de Catalsia. Los rieles al fin habían sido reparados, y los regentes de ambas naciones estuvieron de acuerdo en que el modo más seguro para transportar al prisionero hasta el lugar donde se llevaría a cabo su ejecución era sobre un vagón custodiado. Si bien la última estación ferroviaria era la de Hans, un carro blindado estaría esperando allí para recorrer el último tramo del camino por la vía tradicional.

Pero aún faltaban algunas horas para llegar hasta el poblado vecino a Dédam. En ese momento el tren se desplazaba a través del bosque de Juvián, cercenado a la mitad por los senderos construidos por el hombre.

Winger ocupaba uno de los vagones centrales con cuatro soldados vigilándolo. Viajaba encadenado adentro de una jaula, con la cabeza inclinada y el espíritu decaído.

—Qué calor... —murmuró uno de los guardias mientras espiaba hacia afuera por una de las ventanas.

La temperatura en el interior del compartimento era elevada, pero por razones obvias las ventanillas debían permanecer cerradas. El hombre sacó una cantimplora y se puso a beber gustosamente.

Recluido en su celda, Winger no pudo evitar observar el agua con deseo.

—¿Quieres? —le ofreció el soldado al notar la expresión sedienta del prisionero.

—Sí, gracias —sonrió el muchacho y estiró los brazos.

—¡Claro que quieres! —respondió el hombre, retirando la cantimplora con rudeza—. ¿Sabes qué quisiera yo? Estar ahora mismo en mi puesto de vigilancia en el distrito comercial de ciudad Doovati, y no aquí transportando a un maldito incendiario como tú. ¡Si tienes sed, aguanta! Llegaremos a la capital al atardecer.

—Recién es de mañana... —protestó el prisionero en voz baja y volvió a agachar la cabeza con frustración.

Mientras el soldado seguía malgastando su cantimplora solo para importunarlo, Winger se fijó en algo que se movía con agilidad al otro lado de la ventana. No necesitó pensar demasiado para entender de quién se trataba.

«No me digas que... ¡Oh, no! ¡Demián!»

El hombre de la cantimplora siguió la mirada estupefacta del prisionero y escupió un chorro de agua al descubrir a un joven montado sobre un guingui de alas blancas.

¡CRASH!

Una lluvia de cristales acompañó a Demián cuando saltó a través de la ventana con su escudo por delante, aterrizando encima del hombre de la cantimplora. Los últimos trozos de vidrio aún no tocaban el suelo cuando el aventurero propinó al guardia más cercano un golpe certero en la nariz.

«Dos fuera de combate», contó mientras desenvainaba su espada. «Y quedan dos más...»

Los soldados que se hallaban en el extremo opuesto del compartimento alzaron sus armas y avanzaron decididos hacia el intruso. Sin embargo, toda esa resolución se convirtió en desconcierto cuando un nuevo estallido de cristales acompañado por un fuerte graznido los tomó por sorpresa. Ese segundo de distracción fue todo lo que Demián necesitó para realizar la treta preparada. Un golpe en la nuca con el pomo de Blásteroy derribó al hombre de la derecha. Una patada ascendente en la quijada acabó con el segundo.

La infiltración fue un éxito.

—Winger, retrocede —le indicó a su amigo mientras se acercaba a la jaula blandiendo la espada.

—¡Demián, no! ¡Espera!

La advertencia no llegó a tiempo. El filo de Blásteroy no pudo tocar los barrotes, pues una barrera de luz se interpuso en su camino.

Etérrano II: El Hijo de las SombrasWhere stories live. Discover now