XXVII: Mikán

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La noche llegó a Lucerna y una pregunta sobrevoló el bosque cordillerano como un pájaro buscando guarecerse. Encontró amparo en tres nidos diferentes. Y en cada uno de ellos nació una respuesta distinta.

El nombre de ese pájaro tal vez era Mikán.

La pregunta primero arribó a un paraje abundante en giralunas, flores grandes de treinta y cuatro pétalos azules que permanecen cerradas durante el día y se abren por las noches, alcanzando su máximo esplendor con la luna llena. De ahí el origen de su nombre.

En ese lugar se encontraban Soria y Demián. Los compañeros de viaje habían resuelto no discutir más sobre el tema de su próximo destino y aplazar la decisión hasta la mañana siguiente. A partir de ese momento volvieron a llevarse bien y disfrutaron de un breve lapso de tranquilidad.

El aventurero se encargó de preparar una gran fogata mientras la muchacha y la mandrágora recorrían las inmediaciones buscando hongos comestibles y frutos silvestres.

—¡Mira, Demián, mira! —exclamó Soria cuando ella y Ronda regresaron con los brazos cargados—. ¡Setas, patatas y frambuesas! ¡Tendremos una linda cena en familia!

El aventurero sabía que ella solo jugaba al decir eso. Sin embargo, decidió dejarse llevar por el juego y dedicarse a admirar la cándida sonrisa de su amada de pies ligeros como el viento. Comieron los tres alrededor del fuego y una vez que los estómagos estuvieron satisfechos se echaron boca arriba a contemplar el cielo estrellado. La luna estaba partida al medio y los giralunas estaban medio alegres.

—Me pregunto si yo habré sido un giraluna en otra vida. ¡No me quejaría si fuese así! —comentó Soria con diversión—. ¿Y tú, Demián? Si no fueras una persona, ¿qué te gustaría ser?

—Mmm... No lo sé. —Ese tipo de preguntas ponían al aventurero en aprietos. Le costaba imaginarse siendo otra cosa que lo que era: Demián—. Supongo que un animal con garras. Y alas. Y cuernos. Y dientes afilados.

—Demián, quieres ser un monstruo feroz. ¡Eso no es nada agradable!

—Pues no estaría mal. —Ahora era el aventurero quien sonreía mientras se veía a sí mismo como un temible rey del bosque.

—Demián, ¿cómo será ser un giraluna?

Soria habló con la vista clavada en el astro nocturno. Por lo visto, la muchacha se había quedado pegada a esa imagen.

—Aburrido —murmuró él, acabando con cualquier intento de romanticismo—. Y la vida sería corta.

—Los giralunas no pueden vivir sin luz de luna, ¿cierto?

—Así es. Todas las flores se marchitan la noche de luna nueva y los brotes vuelven a germinar con la primera luna creciente.

—Noche de luna nueva. Una noche triste y sin giralunas —suspiró Soria. Luego se quedó pensativa—. Demián, si todos los giralunas viejos mueren, eso significa que los bebés giralunas no saben nada de sus papás. ¿Cierto?

—Supongo que es así...

Soria parecía necesitar el arreo constante de su compañero para hilvanar sus reflexiones, pero a Demián le estaba costando trabajado seguir el hilo de esos razonamientos.

—¿Y qué pasaría si nosotros fuéramos como los giralunas? ¿Y si el mundo se acaba una vez cada tantos años y luego vuelve a nacer? Nosotros no podríamos saber nada sobre las personas que vivieron antes que nosotros. ¿Cierto?

—Vaya, creo que tienes razón... —balbuceó Demián y sintió vértigos ante tal conclusión.

Las palabras de Soria, sabias e ingenuas al mismo tiempo, atrajeron a la pregunta que sobrevolaba el campo de giralunas, que se posó sobre la cabeza de la muchacha:

Etérrano II: El Hijo de las SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora