XI: El Pilar de Diamante

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Amuchado en la plaza de las fuentes, un grupo nada desdeñable de ciudadanos se había reunido para exigir respuestas por el ataque de la noche anterior. Había gritos, empujones e improperios, y la exclamación "¡Reina negra!" se elevaba hasta las ventanas frente a las cuales Pales marchaba apurada.

Con su escriba a la izquierda, su guardián a la derecha y el cetro de oro en la mano, la reina atravesaba con prisa los pasillos del palacio. Tenía ojeras pronunciadas y la expresión de quien sabe que al día aún le quedan horas largas y fatigosas por delante.

—¡Alteza!

Una dama avanzó hacia Pales con pasos ansiosos pero refinados. Lucía un vestido color esmeralda y sus rasgos recordaban vagamente a los de la soberana.

—Alteza —repitió la mujer al llegar a su lado e hizo una leve reverencia que pretendió ser respetuosa.

—Magritte —dijo Pales con indiferencia.

—¿Hasta cuándo pretende ignorar el alboroto de afuera, majestad?

—No lo estoy ignorando —replicó la reina—. Dejo que se desahoguen. Ellos ya saben lo que ha ocurrido y que la casa real está ocupándose del asunto.

—Me encantaría saber de qué está ocupándose la casa real... —murmuró Magritte con un tono muy sutil, pulido a través de años de tertulias elegantes y fiestas de salón.

Pales, que también había crecido bajo la influencia de ese tipo de eventos, captó la ironía y se detuvo en seco.

—Hoy temprano, mientras tú y tu cerco de inútiles damiselas dormían en sus lechos de seda, yo me encontraba en una reunión extraordinaria en la sala del consejo. De ahí mismo vengo ahora.

Pales trataba de no perder los estribos, aunque le estaba costando.

Aquella había sido una reunión muy particular. Jamás en ese nuevo consejo los veinte miembros habían estado tan de acuerdo entre sí: era necesario capturar al atacante y hacerlo pagar por sus crímenes. Sin embargo, la reina no se dejó intimidar por sus consejeros y se abstuvo de pronunciar alguna sentencia definitiva sobre el asunto. Eso fue demasiado para siete de los miembros del consejo, y sometidos por la presión del pueblo iracundo acabaron por renunciar a sus cargos. Pales había aprendido de la peor manera que aquellos jóvenes idealistas eran la primera viga en ceder bajo el peso de una realidad aplastante.

—Durante la reunión se consideró como prioritario auxiliar a los más perjudicados por el ataque —prosiguió Pales—. Además, se debatió acerca del número de soldados que debía permanecer en la ciudad, aplacando posibles núcleos de revuelta, y cuántos serían destinados a rastrear los campos y aldeas cercanas en busca del atacante. ¿Qué más deseas que haga?

—Buscar a tu primo, por ejemplo...

Pales comprendió que Magritte había llegado al punto que le interesaba.

—¡Así que otra vez se trataba de eso! —exclamó exasperada—. Ya sabes que se descubrió que ese bufón estaba alimentando en secreto a toda una familia de boogas en las mazmorras, sin mencionar que fue hallado inconsciente cerca del lugar donde mi padre fue asesinado. De seguro tendrá motivos para esconderse.

—¡No te permitiré que hables así de mi hijo! —estalló la dama con indignación—. ¡No tienes derecho a acusarlo de esa forma!

—¡Y tú no olvides que estás hablando con tu reina! —replicó Pales, apuntándola con su cetro.

Magritte se estrujó sus manos, obligándose a ser más cauta.

—Lo siento, su majestad —se disculpó y luego desvió la mirada—. Pero temo que Piet haya sido secuestrado por las mismas personas que mataron a Dolpan...

Etérrano II: El Hijo de las SombrasWhere stories live. Discover now