XX: ¡Bailen, bailen, bailen!

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En las afueras de Villa Cerulei, rumbo a las montañas, había un bosque de cipreses. Hacia allí se dirigieron Winger y el señor Bollingen, siguiendo de cerca a la mandrágora que ellos mismos habían permitido darse a la fuga.

—Sigo pensando que esto es una pésima idea —insistió el inventor, pulverizador en mano y con su bolso de herramientas a cuestas—. Hay hombres fuertes en la aldea, no entiendo por qué has querido que sea yo quien te acompañe.

—Porque solo tú sabes cómo hacerles frente, tanto a las mandrágoras como al violín de Dinkens —explicó el muchacho con la vista en el frente—. Además debemos ser discretos, no era conveniente traer a más gente.

Winger había dejado que los pobladores de la villa se hicieran cargo de las mandrágoras paralizadas por el señor Bollingen. De todas excepto de una, que era la que ahora estaban siguiendo.

El joven mago había aprendido mucho durante el incidente del anfiteatro. Por un lado, había constatado que con sus hechizos de fuego era capaz de enfrentarse a unas cinco mandrágoras a la vez. Por otra parte, todavía estaba el inconveniente del violín de Dinkens y su capacidad para controlar los movimientos de su oponente. Ahí era donde la participación del señor Bollingen se volvía imprescindible.

—Todavía quedan tres cuartos de tanque —informó el inventor sopesando el tanque de su artefacto metálico—, pero no creo que alcance para rociar a todos esos monstruos.

—No quiero que lo emplees sobre ellos, Bollingen —repuso Winger, confiado. Creía haber descubierto el secreto del violín de Dinkens.

La tarde avanzaba veloz, pero aún quedaban algunas horas antes del anochecer. Por lo visto aquellas criaturas eran pura fuerza física y poco cerebro, pues la mandrágora no se había percatado de sus perseguidores. La criatura fue introduciéndolos más y más en la arboleda hasta que se toparon con un arroyuelo. Siguieron por el camino de la ribera un corto trecho y llegaron a lo que parecía ser la entrada a una gruta subterránea. La mandrágora saltó a las aguas e ingresó por el agujero en la roca.

—Esa debe ser la guarida de Dinkens —razonó Winger.

—Pues yo no pienso meterme ahí adentro —se negó Bollingen rotundamente.

A pesar de que a Winger lo agotaba la actitud poco colaborativa del perfumista, era cierto que no sabían qué los estaría esperando al final del túnel. Una vez en el interior de la gruta, probablemente no habría vuelta atrás.

—Vamos —dijo y se puso en marcha.

—¡E-ey! ¡Espera! ¿Que no me oíste? —balbuceó Bollingen detrás del muchacho.

Pero a pesar de las quejas, ambos ingresaron a la gruta.

El agua les llegaba hasta las pantorrillas. Winger llevaba botas, pero el señor Bollingen ahora se quejaba por los mocasines mojados.

—Sigan arruinando mis cosas ustedes dos y más alta se volverá su deuda para conmigo —gruñó el inventor.

La luz del día se filtraba muy poco hasta allí. Avanzaban tanteando la fría y húmeda pared de la caverna.

—No falta mucho —afirmó Winger.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió molesto el señor Bollingen.

No lo sabía en verdad. Solo quería que ese hombre se callara de una buena vez. Sin embargo, justo en ese momento el túnel se abrió a un espacio más amplio. Era apenas un segmento, pero allí el suelo se elevaba unos centímetros por encima del nivel del agua. Subieron a ese muelle natural y se encontraron con una imagen insólita: un farol de aceite encendido sobre una puerta de madera blanca con un adorno floral. Una placa de bronce sobre la puerta rezaba: "La maldición de los duendes recaerá sobre todo aquel que siga adelante", mensaje críptico que contrastaba con el tapete con la palabra: "¡Bienvenidos!".

Etérrano II: El Hijo de las SombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora