Anoche,
después de cenar, salí de casa. Fue una extraña sensación,
la de volver a un mundo que abandoné hace tiempo. Ya no recordaba
la brisa de la noche entre las calles, entre los pliegues de mi camisa;
ni todas las luces de los rótulos sobre mi cabeza, ni aun las luces
de las estrellas. Tampoco recordaba ese contacto humano, entre las volutas
de humo y el ambiente cargado en la zona de la movida. Pero cuando salí
de casa y crucé el portal, entrando en la fresca noche, vi a la
gente alrededor: una pareja que cambió de acera, cogidos de las
manos; un grupo de niños correteando en el asfalto y sus padres
que, en parejas, venían más atrás. Sí, era
maravilloso sentir de nuevo la vida nocturna. Empecé a caminar sin
rumbo. Esperaba encontrar… no sé… algo, o a alguien… tenía
toda la noche.
Aquel local
estaba bien; era nuevo, y eso me gustó. Lugares nuevos para mi nueva
vida. De todas maneras, me quedé en el umbral unos instantes, aspirando
el humo y mirando a la gente. No había nadie conocido a la vista,
lo que no me extrañó. Caminé hacia la barra, sin intentar
esquivar los cuerpos que se me acercaban. Llegué, apoyé un
codo y llamé a la chica que estaba unos metros más allá,
atareada con unos martinis.
- ¡
Ya voy, ya voy!
Se acercó y me dedicó una falsa sonrisa:
- Hola guapo,
¿qué te pongo?
- Un vodka,
con limón, por favor
- ¿Sólo?
- Solo
Parece que algunas cosas no cambian nunca, ¿verdad? Dejé
aquel lugar después de un par de vodkas más. Seguí
haciendo la ronda, de un pub a otro, de un bar de moda a otro, intentando
recordar algo del sabor de antaño, pero enseguida me aburrí,
y decidí probar otro de los viejos sabores de entonces…
El sitio era
mucho más oscuro y fétido que los elegantes pubs de las luces
de neón. Era un antro frente al cual pululaban heavies, yonquis
y algún que otro esporádico punk. Sobre la puerta, el letrero
no era reluciente, pero su nombre atacaba igualmente a la vista. Entré
en el “Hella” sin prisa, como hay que entrar en esos sitios, y contemplé
las formas que se recostaban en los taburetes y se fundían en las
sombras de las esquinas.
- Una cerveza.
Cogí mi cerveza y me fui al fondo, buscando al hombre apropiado.
Un par de gestos con la cabeza, y los dos nos fuimos a los servicios que,
por cierto, tampoco cambian de aspecto con el tiempo. No había nadie
allí dentro, sólo meaderos agrietados y charcos amarillos
entre ellos. Suerte, supongo. El hombre era de pocas palabras; en vez de
preguntarme qué quería, rastreó sus bolsillos y se
dio la vuelta para dejar sobre el lavabo una sucia papelina. Realmente,
o era un estúpido, o tenía mucha confianza en sí mismo.
Yo voté por lo primero. No podía habérmelo puesto
más fácil. Sin esperar a que acabase me lancé contra
él, empujándolo hacia el lavabo, donde se estrellaron sus
riñones, y le tapé la boca con fuerza. Aquel cuerpo flaco
y carcomido por las drogas reveló más vitalidad de la esperada,
pero eso me excitaba aún más. Apreté su boca cada
vez con más saña, pegándome a él como una sanguijuela
y dejando que forcejeara y se restregase contra mí. Entonces, aunque
no sentí el más mínimo dolor, vi la sangre. ¡Aquel
estúpido me había mordido la mano! Ahora sí que no
pude contenerme. Solté sus labios y le agarré con la otra
mano por el cabello, echándole la cabeza hacia atrás y después
hacia delante. Vi reflejada la expresión de sus ojos antes de estrellarle
la frente en el espejo. El sonido fue sublime, ¡oh Dios, qué
sonido! ¡Toda aquella sangre en los espejos rotos, en mis manos!
Seguí machacando su cráneo, ahora ya contra la pared, un
par de veces más. ¿Qué hacía? ¡No podía
matarle! Aún no. Le eché la cabeza hacia atrás, una
vez más y, ya rayando el éxtasis, entreabrí los labios
y clavé mis dientes en su cuello, donde su sangre latía condenadamente
hermosa, tan cerca y tan lejos a la vez. Después me arrodillé
junto a él y lamí las marcas de mis propios dientes con fruición,
odiando que aquello terminase. Jadeé unos instantes por el esfuerzo
y eché una meada antes de irme. ¡Qué bien me sentía
en aquel momento! Al cerrar la puerta dejé atrás una cerveza,
unos gramos de polvo blanco y la salvaje sensación de haber recuperado
mi vida.
¿Cuánto
tiempo había pasado? ¿Cinco minutos, seis, ocho..? La basura
de ahí fuera seguía igual, bebiendo, revolcándose
y machacando sus oídos con la música. Salí de nuevo
al viento de la noche. ¡Tengo que hacer estas escapaditas más
a menudo!
Henry
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Leyendas Urbanas 2
RandomSegunda parte del primer libro "Leyendas urbanas" nuevas historias. Gracias por leer