El infierno puede esperar

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Cuando
abrió los ojos y la vio allí sentada al pie de la cama no
se asustó, ni siquiera se extrañó, la estaba esperando
desde hacía algún tiempo, y ya pensaba que se había
olvidado de él. Era tal y como se la había imaginado, o más
bien, como la había visto en mil y un grabados, tanto antiguos como
modernos. En ese momento pensó si su aspecto era ese porque sí,
o si los hombres la habían pintado así por representarla
de alguna manera y ella había adoptado esa apariencia porque los
hombres así lo habían decidido. Llevaba un hábito
negro, casi gris por el paso del tiempo, viejo y roído. La capucha
era muy grande y desde donde él estaba no conseguía verle
la cara. Tampoco podía verle las manos, pues las mangas eran muy
largas y anchas y ocultaban todo el brazo, aunque no cabían dudas
de que era ella, pues con la mano derecha sujetaba una guadaña cuyo
filo resplandecía por el reflejo de la luz de la pequeña
lámpara de la mesita.

Estaba tranquilo.
No tenía miedo, sólo cuando ella lo miró  y consiguió
verle el rostro, le recorrió un escalofrío desde la cabeza
hasta los pies que le erizó el pelo de allí por donde pasaba.
Las cuencas de los ojos eran como un agujero negro que no tiene principio
ni fin, y le absorbían con su mirada queriéndoselo tragar
allí mismo. La sonrisa eterna parecía que le estuviese pidiendo
disculpas por lo que iba a suceder y la falta de uno de sus dientes le
daba un aspecto tan  tragicómico que estuvo a punto de provocarle
una carcajada, pero se contuvo, en estos momentos tan serios no podía 
perder la compostura…

No sabía
bien por qué, en ese instante cambió de parecer. Se le esfumaron
las ganas de irse y decidió esperar un poco más, bastante
más, aquel ser le había causado una mala impresión,
mirándolo bien, incluso repugnancia, no le resultaba grata la compañía
y no sería buen acompañante en tan largo viaje. Por tanto
era mejor quedarse: cuanto más tiempo mejor.

- ¿Estás
preparado? –le dijo el extraño personaje.

- Lo estaba,
pero me lo he pensado mejor –respondió.

- Ja, ja,
ja. Tienes miedo, todos lo tienen, es normal, no te preocupes.

- ¿Miedo?
No, simplemente no tengo prisa.

- Pero yo
sí y no puedo perder el tiempo, tengo mucho trabajo.

   
La voz del extraño sonaba hueca y retumbaba en sus oídos
como si se encontrara en el interior de una gruta, y lo más curioso
era que la voz procedía de todos los puntos de la habitación
y de ninguno en concreto. Lo cierto era que no movía la boca para
hablar.

- ¿De
dónde vienes?- Tenía clara la estrategia. Debía prolongar
al máximo la estancia de aquel ser en su habitación hasta
conseguir que se desesperara. El tiempo en esos momentos corría
a su favor y por lo tanto debía aprovecharlo.

- Qué
más da. De muchos lugares a la vez.

- ¿Puedes
estar en más de un lugar al mismo tiempo? ¿Tienes el don
de la ubicuidad?

- La lista
ya está hecha, yo sólo tengo que seguirla. A veces hay más
de uno en el mismo renglón y me tengo que multiplicar –contestó
con desgana.

- Pero si
en vez de dos por ejemplo hay mil…

- Pues entonces
me multiplico por mil. ¡Vámonos!

   
Lo estaba consiguiendo, sabía que se estaba desesperando. Había
elegido el buen camino y debía perseverar y seguirlo.

- No te pongas
así, gracias a mí, mucha gente va a tener un ratito más.
Incluso por ese pequeño instante más de alguien importante,
podría cambiar la historia.

- La historia
ya está escrita, ni siquiera una hora o un día más
conseguirían cambiarla. Los acontecimientos se suceden según
un orden lógico establecido de antemano. El que quiera salirse de
él está condenado a morir en vida.

   
La voz sonó serena, suave, casi resignada. De repente se levantó.
El colchón de la cama no recuperó su forma anterior, sencillamente
porque aquel ser, al sentarse, no lo había deformado. Su altura
era prominente, mediría más de dos metros, y la capucha rozaba
el techo de la habitación. La guadaña la llevaba inclinada
como si estuviese presentado armas al mismísimo diablo.

- ¿Ese
orden lógico lo establece Dios?

- Dios no
existe.

- Cómo
que no existe, entonces tú para quién trabajas. Para el Diablo
acaso. –Al decir esto se estremeció y vio cómo le clavaba
los ojos vacíos en los suyos. Por el diente mellado expulsó
un aire viciado que olía a putrefacción al mismo tiempo que
el hábito que lo cubría se encogía.

- ¡Tenemos
que irnos, tengo mucha prisa!

- ¡Yo
no voy, me quedo! –Se quedó impresionado por el arrojo y el aplomo
que había tenido al pronunciar esa frase. “Alea jacta est” pensó.

- Ja, ja,
ja… Te he dicho que alterar la lista te puede acarrear consecuencias
muy graves.

- Es igual
me arriesgaré –contestó.

- Muy bien,
tú mismo. Ahora tengo que irme. Cuando quieras algo: llámame.

- Puedes irte
tranquila, espero tardar mucho en volverte a ver. –El corazón le
latía con fuerza y se le cortaba la respiración. Lo estaba
consiguiendo. Sí se iba a ir sin él.

- Hasta pronto.

- Hasta muy
tarde, ja, ja, ja… Por cierto, dónde vas ahora.

- No creo
que quieras saberlo.

- Por favor,
es simple curiosidad. –Insistió.

- Voy a recoger
a dos jóvenes que han tenido un accidente de tráfico. Iban
a excesiva velocidad y se han salido en una curva.

- Pobrecitos.
No se debe correr con el coche, es muy peligroso. –Dijo con cierta jovialidad.
Estaba eufórico.

- Iban tan
deprisa porque les habían llamado por teléfono diciéndoles
que su padre estaba a punto de morir, aunque al final su padre se ha salvado.

- Qué
lástima. Total por una falsa alarma. –Dijo con cierto cinismo.

- Eran tus
dos hijos que venían a verte… –Y desapareció.

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