Aquella diabólica niña corría como un cervatillo,
con las trenzas rubias flameando detrás de su cabeza mientras su
joven cuerpo, ocho años de candidez, se movía contra el viento
en dirección a los árboles. Su vestido color marfil de estilo
clásico, bastante elegante y casi anacrónico, como de época
victoriana, se retorcía a su espalda lanzando silbidos. Lucinda
se dirigió hacia los árboles que ponían fin a la extensa
pradera en la cima de la colina y se internó en la espesura. John
Ashton, su padre, miraba a Ralph, que contaba hasta cincuenta con la cara
metida entre las manos y la frente apoyada en un nudoso tronco, al otro
lado del vergel, a unos cinco metros del lago. Mary Ashton, su madre, no
sabía qué hacer. Estaba sentada con su marido sobre un mantel
de cocina perlado de motivos rojos; el opíparo almuerzo estaba listo,
pero los niños no. Los niños jugaban al escondite durante
aquella preciosa tarde de mediados de primavera, bajo las algodonosas nubes,
refrescados por la brisa norteña que hacía sisear al bosque.
Mary quiso gritar a su hija que saliera de allí, que se escondiera
en cualquier otro sitio, pero sabía que no había mucho donde
elegir, a excepción de algunos matojos bajos y unos jardincillos
diminutos que no ocultarían de la vista ni siquiera a un perro.
Los dos chicos tenían la misma edad y el mismo encanto infantil.
Habían heredado las apuestas facciones de su madre y bastante del
carisma del padre, eso era algo que saltaba a la vista incluso a la tierna
edad de ocho años. Mary deseó hacerles una foto, pero la
cámara no funcionaba; podía ser la batería o cualquier
otra cosa, porque con aquel artilugio digital nunca se sabía.
-… cuarenta y ocho, cuarenta y nueve, y… ¡CINCUENTA!
Ralph terminó de contar y se dio la vuelta tan rápido que
casi perdió el equilibrio. Los padres observaban cuidadosamente
la escena, velando porque el pacífico bosque no mostrara de repente
una máscara de ogro. A continuación el niño oteó
la pradera poniéndose una mano sobre los ojos a modo de visera en
un gesto muy teatral, dado que las nubes tapaban el sol y todo era sombra.
Ralph miró a sus padres por debajo de su manita y podría
decirse que pasó de ellos; aquellos dos adultos constituían
un resto de civilización arcaica y desfasada en su nuevo mundo de
aventuras y placeres inocentes. En todo caso, no había rastro de
su hermana. ¿Dónde estás, Lucy? ¿Dónde
te escondes?
El niño dio unos pasos adelante guardando silencio. Seguía
observando el precioso paisaje en busca de un rastro que le condujese hasta
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Leyendas Urbanas 2
RandomSegunda parte del primer libro "Leyendas urbanas" nuevas historias. Gracias por leer