Anécdota 90

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Anécdota anónima

En ese entonces yo tenía unos siete u ocho años, estaba en la clase de ballet de mi hermana menor.

Yo había dejado el ballet hacía tiempo, pero mi hermana no, así que tenía que acompañarla a sus clases junto con mi madre. En una de esas clases, faltó una niña, de modo que necesitaban una suplente para su baile grupal. Los planetas se alinearon para que yo fuera esa suplente, pues al haber estado presente en todos sus ensayos, me sabía de memoria la coreografía.

Comenzamos y yo me sentía muy orgullosa bailando y girando; lo hacía lo mejor que podía. Pero había un pequeñísimo e insignificante problema: no tenía zapatillas de ballet y tampoco quería quitarme mis zapatos, así que, estaba bailando con ellos. Aunque mi madre insistió en que me los quitara, y créanme que de haber sabido lo que pasaría, le habría hecho caso.

Ahí estuvo el error.

Iba bien hasta el momento en que había que hacer un gran salto. En cuanto lo hice, sentí que mi zapato abandonó mi pie y lo vi girar en el aire en dirección al resto de las niñas... dio una vuelta, dos vueltas... tres. El zapato impactó contra la profesora. En. Su. Cabeza. La hizo temblar como a uno de esos muñequitos de grandes cabezas que ponen en los autos.

Quería desaparecer, que la Tierra me tragara y me escupiera en otro país con un nombre distinto

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Quería desaparecer, que la Tierra me tragara y me escupiera en otro país con un nombre distinto.

La profesora sólo se rió y continuó la clase, pero yo sé que en el fondo no le hizo gracia.

Al día siguiente volvimos a la clase de mi hermana y una de sus compañeritas se me acercó.

—¿Tú eres la niña del zapato? —inquirió.

Ahora ése es mi apodo... La niña del zapato.


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