Anécdota 82

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Anécdota anónima

Hace años, cuando tenía alrededor de seis o siete, tocaba llevarme a vacunar. ¿Y qué niña no le tiene pavor a las agujas a esa edad? Yo no era una excepción; las odiaba a muerte.

Ya una vez en el consultorio, el doctor se plantó delante de mí y dijo:

—No dolerá nada. Es un simple pinchazo.

Y yo, como la niña inteligente que era (vale, no), no me tragué sus palabras. Más creíbles son las promesas de los políticos en sus campañas.

Aproveché el efecto sorpresa y en un parpadear eché a correr de ahí. El consultorio del doctor estaba en un centro comercial, de modo que sitios para escapar no me faltaron. Apresuré a mis piernas tanto como pude y me oculté en el primer lugar factible. Como era de esperarse, no pasó mucho tiempo antes de que me encontraran y me arrastraran de vuelta al consultorio.

La enfermera tuvo que sujetarme con más fuerza cuando el doctor dio golpecitos a la inyección. Pataleé y me revolqué, pero ella me tenía bien sujeta como si su trabajo dependiera de ello, y quizás sí. Entonces vi descender la aguja directo a mi piel, y en un último intento desesperado, hinqué el diente a lo primero que se me atravesó.

Mordí a la enferma.

Mordí a la enferma

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En un seno.

El grito de la pobre mujer se debió escuchar en cada rincón del centro comercial

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El grito de la pobre mujer se debió escuchar en cada rincón del centro comercial. En ese momento yo no estaba del todo consciente de mis acciones, mucho menos sabía la magnitud de las mismas. Si les soy sincera, lo único que me importaba es que me había salvado del pinchazo. O así lo creía.

Me tomaron muy rápido para que pudiera reaccionar y luego de cubrirme la boca... la aguja me hizo gritar más alto que la enfermera.

Hoy en día sólo espero que mis dientes no sigan  marcados en los pechos de la enferma. Ojalá no la haya metido en problemas con su pareja...

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