36. Hechizo de arena y tiempo. Parte 1

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Egipto, conocido en la antigüedad como Kemet.

Año 1336 a.C.

El sol se asoma desde el horizonte por una grieta entre las lomas del desierto e ilumina la aldea, todavía invadida por las penumbras. Estoy lejos de la entrada lateral del templo, oculta y reservada para los sacerdotes, así que entro por la principal. Me dirijo hacia los pilonos, dos construcciones medianas en forma de pirámide truncada que flanquean la puerta. Están pintadas de blanco, con guardas en verde y celeste, y cada una tiene un relieve con la imagen del sol y sus rayos en dorado.

Alguien debería estar vigilando, pero no somos muchos. Entro y paso al primer patio. A diferencia de los templos más importantes, que están en la ciudad dedicada al culto del dios único, el nuestro es uno pequeño, en los márgenes de esta región ubicada la ribera oriental del río Nilo. No recibimos mucho dinero del faraón, así que nos esforzamos para administrarlo bien.

La gente viene a cumplir los rituales obligatorios al dios solar, la mayoría con reticencia, porque todavía no olvidaron el culto a los dioses antiguos. Se rumorea que estos no han sido destruidos, porque nada puede hacerlo, y que esperan en las sombras la oportunidad de regresar para vengarse de Atón y del faraón que lo impuso como dios único.

Camino por la avenida central del patio, flanqueado por las mesas donde los devotos dejan sus ofrendas durante las ceremonias. Ahora están vacías. Detrás de ellas hay unas hileras de palmeras que decoran el lugar. Sus hojas son sacudidas por el viento que viene del Nilo y me trae el aroma del agua, refrescándome del calor que crece a medida que la luz avanza.

La senda me lleva hacia un pórtico flanqueado por columnas decoradas con imágenes de nuestro dios solar: en ellas, se lo representa como un disco dorado que, desde el firmamento, extiende sus rayos hacia el faraón y su familia que presiden una ceremonia en el altar. La luz también desciende hacia el resto de los fieles, que observan. Cada rayo tiene una mano al final que ofrece el anj, la vida, a cada persona.

En realidad, el faraón no suele estar en las ceremonias. Mucho menos en un templo chico, casi olvidado y en un extremo de la región, como el mío. Pero los sacerdotes siempre efectuamos el ritual en representación de nuestro monarca, que es la encarnación del dios.

Atravieso el pórtico y sigo caminando, ahora por el segundo patio. En otras épocas, un recinto como este se hallaría techado, pero ya no. No desde que Atón, el sol, es el dios único. Necesitamos verlo siempre, para adorarlo en las ceremonias y durante su paso por el cielo. Levanto la mirada hacia arriba, donde desaparecen las últimas estrellas y el tono azul plomizo se va aclarando hacia el celeste.

Frente a mí, en el centro del patio, hay una elevación en la que se encuentra el altar donde presido los rituales, casi siempre al mediodía o al amanecer, en las fechas indicadas por el protocolo. A los lados de la rampa por la que me desplazo se hallan unas mesas a las que los fieles se sientan a observarnos durante las celebraciones.

Más allá, pegadas en el centro o las esquinas de los muros que nos separan del exterior, se levantan las construcciones que nos sirven de hogar a los sacerdotes. Estas sí tienen techo y son privadas. Nadie sabe que conectan con unas cámaras subterráneas donde nos reunimos a discutir nuestros asuntos... y experimentar con los poderes de Atón.

A pesar de que ya pasaron casi dos décadas desde la reforma religiosa de Akenatón que eliminó a los muchos dioses de Kemet, todavía nos hallamos investigando al nuevo y "único" dios solar, y a su magia. No los entendemos del todo.

Al final de este patio, otros pilonos lo separan de un recinto aún más pequeño, donde está la supuesta cámara del dios, solo de acceso a los sacerdotes y que sirve para conectarse con él antes de las ceremonias.

La maldición de mi ex (Te rescataré del Infierno 2)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora