El recuerdo de Anelka se desvaneció entonces. En cambio, Christian frente a él, era bastante real. Dominick lo vio pelear con la tajada de pizza y luego por fin la dobló en su mano para poder darle una dentellada. Durante el proceso, se ensució los cinco dedos y parecía más enojado que antes. Con ira dejó caer la pizza sobre el plato y se fue a rezongar al mostrador, exigiendo servilletas.

—¡No te atrevas a mover el culo de ahí! —le gritó Christian desde el mostrador donde esperaba que lo atendieran.

No, Dominick no se iba a ningún lado. Ya podía imaginarse lo que conseguiría si intentaba escapar. Nadie se libraba de la gente de Trevor, todos en ese vecindario lo sabían. Y ese era precisamente una de sus preocupaciones.

Cuando Christian regresó a su departamento y lo sacó arrastrando de ahí, pensó lo peor. Seguro lo iba a llevar donde Trevor y de ahí no saldría sino con los pies por delante. Así que intentó pelear para soltarse, lo cual sólo hizo que Christian se enoje más y lo amenace con cortarlo en trocitos y esparcirlos por todo el edificio.

Dado que tarde o temprano iba a morir en manos de Trevor o de ese tipo Christian, Dominick decidió colaborar para estirar el poco tiempo que le quedaba en la tierra. Todo el camino fue pensando en Anelka y en el violín que quedaba atrás. Ella seguro iba a extrañar el instrumento musical, casi tanto como a él. Sí, Anelka nunca se lo había dicho, pero Dominick sabía que ella lo quería, aunque fuera un poquito. Le dio su más preciada posesión, ese violín que era de ella, de cuando era niña y fue su único equipaje cuando huyó de su país natal en medio de la segunda guerra mundial.

Cuando Christian lo empujó dentro de ese restaurante a dos cuadras de su departamento, Dominick perdió el color del rostro. Algo tramaba ese tipo y sólo podía imaginarse lo peor. Quizá sí lo iba a cortar en trocitos y luego meterlo a un horno para desaparecer su cuerpo o algo así. Pero cuando lo lanzó contra una silla vacía, no pudo creer lo que pasaba.

Le ordenó que no se moviera de ahí, luego le puso un trozo de pizza delante y con mucha cortesía lo llamó perra y que comiera de una vez antes que se enfriara. Y ahora así estaban las cosas. Ahí regresaba el matón de Trevor, con un puñado de servilletas y todavía insultando al muchacho detrás del mostrador, quien se dio cuenta que mejor se callaba la boca antes que lo callen.

Era el tatuaje de sus manos, todos en el vecindario sabían bien que significaba peligro.

—¡Esta mierda está demasiado grasosa! —continuó renegando Christian y se depositó en el asiento frente al enano.

¿Qué carajo esperaba ahora? ¿Qué le cortara trozos y se los diera en la boca? ¡Maldita perra idiota! ¿No podía hacer algo tan simple como obedecer órdenes? ¡Mierda!

De acuerdo, se estaba exasperando por nada. No, no por nada. Tenía la mano sucia y eso era algo que lo enloquecía. No toleraba estar sucio, menos aún tener las manos manchadas. Le repugnaba al borde de querer arrancarse la piel con tal de no sentir la mugre.

Ese enano frente a él estaba todo sucio. Su ropa olía mal y tenía manchas de quien sabe que, su cabello estaba grasoso y seguro no se bañaba en días. ¡Maldito puerco! Pensó mientras se restregaba las manos una y otra vez. Ya no quería comer la pizza porque acababa de recordar que la tocó sin lavarse las manos antes. Antes estuvo en ese edificio infecto y tocando entre otras cosas al mocoso ese.

Perdió entones la paciencia y el apetito. Si no iba a comer, que se joda. Él sólo estaba tratando de ser amable invitándolo a comer algo que no estuviera congelado. Además, en el departamento donde vivía hacía demasiado frío, por lo menos en ese restaurante asqueroso algo de calor tenían. Pero ni eso, esa perra malagradecida sólo lo miraba y no comía una mierda. Se merecía entonces morirse de hambre y de frío.

Rapsodia entre el cielo y el infiernoWhere stories live. Discover now