28. El gato de Schrödinger

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Al volante y con expresión de pocos amigos se encontraba un muchacho rubio que había asistido al instituto hace un par de años.

El parecido con su hermana era casi inapreciable si no eras un observador experto y conocías la perspicacia de la genética.

Aunque solo hacía falta agudizar la vista un poco para definir los contornos que se movían en los asientos traseros. Sara Hobbit (apodo que se ganó por su estatura y su manía de ocultarla usando peligroso zapatos de elevado tacón) gesticulaba emocionada hacia un perfil que me resultaba chirriantemente conocido.

El lapso de tiempo que disponía para cruzar se vio truncado y el coche volvió a ponerse en marcha. Casi sin pretenderlo mis ojos tropezaron durante una escasa fracción de segundo con un par azul, que se abrieron de la sorpresa.

Mis dientes se hundieron en la carne de mi labio inferior, evitando que pudiera emitir un chillido en mitad de la calle y ser tachada como lunática.

¿Por qué?

Dejemos esa pregunta para después.

—Genial —farfullé llevándome el pulgar al labio y saboreando el metálico sabor de la sangre— estoy a un paso de convertirme en mi madre.

Miércoles 8:12 am, en la profundidad de mis sábanas.

Los conocidos pasos resonaron cerca de mi puerta. Cerré los ojos con fuerza, evitando cuidadosamente moverme un centímetro, como si esa acción tan infantil pudiera evitar la flamante entrada de mi progenitor alias Despertador Humano en mi habitación.

No entendía su manía de venir todas las mañanas a mi cuarto, antes de irse a trabajar. Si alguno se pregunta que hizo el galán de Manuel Siles con sus estudios la respuesta es simple y quizás sorprendente: mi perfecto padre se pasó al mundo de la docencia.

Sí, era profesor en la facultad de biología de la ciudad vecina. No era una universidad muy grande o prestigiosa, pero él alegaba sentirse tranquilo y a gusto.

Podéis imaginaros también la multitud de insinuaciones diarias por parte de sus alumnas, que fantasean con un romance propio de las novelas eróticas que plagan Wattpad, al más puro estilo «Mi profesor y yo».

—¿Alba?

Parpadeé ante el exceso de luz que se produjo cuando mi cubrecamas fue arrancada vilmente de mi cuerpo, descubriendo mi pijama.

—¿Qué demonios haces con eso puesto?

Solté una risita mal disimulada antes de bufar con cansancio.

—No me encuentro bien. Lo mejor será que me quede cómodamente en la cama, ultimando algunos aspectos de mi proyecto de presentación y evitando a todo ser viviente del planeta.

Inmediatamente una mano se posó sobre mi frente, arrancándome una nueva sonrisa.

El ceño de mi padre se frunció mientras soportaba un exhaustivo examen.

—No parece que estés resfriada.

Me calé más la capucha de mi pijama, intentando sofocar su voz.

—Eso es porque no lo estoy —gruñí— no he dicho que esté mala en ese aspecto. Es psicológico. Cansancio, ¿lo pillas? Sé benevolente conmigo.

La cama se hundió cuando tomó asiento en el borde.

—Es difícil negarte eso cuando llevas esas pintas —pellizcó una de las orejas del Pikachu que llevaba como pijama— Aún no entiendo como permití que tu madre eligiera tu regalo de Navidad.

Esta vez no pude evitar la sarta de carcajadas que iban restando credibilidad a mi postura.

—¿Por favor?

¡Maldito Karma! [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora