Epílogo

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Cinco meses después.

Aquella mañana me desperté tarde. Tuve que saltar el desayuno, e incluso la ducha, para poder llegar a tiempo a mi clase magistral y entregarle el trabajo de veinte páginas a Mr. Williams. Él era un viejo decrépito que daba la clase de Capital Markets y que era conocido en el campus por ser muy exigente respecto a la ortografía y la gramática en los trabajos que calificaba, incluso con los extranjeros. En una ocasión, pude corroborar que era cierto lo que decían: me había bajado hasta ocho décimas en la calificación de mi primer ensayo sólo porque había tres comas mal colocadas. ¡Cómo lo detestaba!

Apenas la clase terminó, iba a pasarme por la cafetería por un sándwich de huevo y un latte macchiato cuando, de repente, una alarma del calendario de mi celular se disparó. Tuve que salir corriendo a la sala de Academic Counseling para asistir a una cita con mi monitor. Mientras esperaba a que la secretaria me llamara, tomé una revista cualquiera y empecé a leerla.

Hello, stranger.

Alcé la mirada.

—¡Dafne! —la abracé con muchas ganas—. Ohh, ¡siento que no te veo desde hace años!

—Yo también —se sentó a mi lado—. Con la carga académica es imposible tener vida social, ¿no crees?

Asentí agotada.

—Las cosas son diferentes acá. Desearía que hubiéramos quedado juntas en al menos una clase.

—El próximo semestre elegiremos horario. Por ahora, lo único que podemos hacer es resistir un par de semanas más.

—Creo que puedo hacerlo —sonreí.

—Katheleen Moncrieff —la secretaria me llamó.

Con un gesto, le pedí que esperara.

—Oye, ¿harás algo el próximo feriado?

Ella negó con la cabeza.

—¿Te parece si recorremos la ciudad y después vamos a algún bar, como en los viejos tiempos? —sonrió de seguro tras haber recordado alguna de nuestras travesías durante el curso intersemestral.

Le respondí con otra sonrisa cómplice.

—Eso estaría perfecto —y entonces nos despedimos.

Me acerqué a la secretaria. La señora me indicó el salón donde Andrés, mi monitor, estaba esperando por mí. Él era un agradable argentino de veintiocho años que cursó su carrera de Pedagogía en la Universidad de Queentown. Al parecer, tuvo tan buen rendimiento que los directivos le ofrecieron un trabajo para realizar acompañamiento a los jóvenes de intercambio de habla hispana con el fin de reducir los riesgos de deserción. Las reuniones con él, lejos de ser opcionales, eran obligatorias. Y si cancelabas tres de seguido, el sistema enviaba una notificación al grupo de psicólogos del área de Mental Wellness; por eso me encontraba allí.

—Katheleen —me saludó con dos besos—. Dime, ¿por qué me has estado evitando todo este tiempo?

Los dos nos sentamos.

—No te he evitado a propósito, es sólo que he tenido cientos de trabajos que realizar y libros que leer. No podía sacar un espacio de mi agenda para venir.

—¿Y te encuentras bien?

—Sí, puedo funcionar bajo presión, aunque la U no lo crea así.

—Los directivos confían en ustedes, pero debes entender que haber escogido a dos, en lugar de una, es una apuesta muy grande para ellos. Sólo quieren asegurarse de haber tomado la decisión correcta.

—No es como si nos hubieran hecho un favor. Dafne y yo tuvimos el mismo puntaje en la prueba final.

—No las estoy desmeritando. Sólo hago mi trabajo.

—Lo sé, lo siento —suspiré agotada—. ¿Qué puedo decir? Todavía no he desayunado.

Andrés se rio.

—Entonces seamos breves. ¿Cómo van esas notas?

—Siguen de maravilla.

—¿Qué pasó con aquel profesor refunfuñón?

—Tuve que acostumbrarme —me encogí de hombros—. Él es casi que patrimonio cultural; ha trabajado aquí por más de cuarenta años.

—Eso escuché. ¿Y tus padres? ¿Ha mejorado su relación?

—Con mi papá, sí. A pasos lentos, pero sí. A veces me llama para preguntar cómo estoy.

—¿Qué hay de tu mamá?

—Ella es un caso perdido.

—Lamento escuchar eso.

—Está bien —me recosté a la silla—. Siempre ha sido así.

—¿Y… aquella chica?

Desvié la mirada a una esquina.

—A veces estoy tan ocupada que no pienso en Marianne, pero casi siempre hay algo, en algún momento del día, que me la recuerda. Por ejemplo, ayer creí haberla visto en el campus, pero era sólo una chica más con el cabello corto y tatuajes.

—Hay muchas así por aquí.

—Andrés, no sé si algún día podré olvidarme de ella.

—Lo harás —me aseguró.

—¿Es normal que desee que nuestros recuerdos la persigan de la misma forma que me persiguen a mí?

—Es algo válido. Aun no has sanado los sentimientos de la ruptura. Es importante que les des un cierre.  ¿Hiciste lo que te pedí?

—Sí, ¿pero es necesario? —me rasqué el cuello.

—Te sorprendería saber cómo el proceso de creación artística ayuda a sanar heridas —insistió. 

—Bueno, aquí tienes —le entregué una hoja con un escrito.

—Así no —me la devolvió—. Esto no es para mí, es para ti. Léelo en voz alta y enfrenta tus fantasmas.

Me coloqué de pie, tomé un poco de aire y empecé a leer:

Yo era el tipo de chica aplicada y ordenada que nunca llega tarde, que lleva el cabello recogido de tal forma que ninguna hebra logra escaparse, que se viste modesto y que no despierta comentarios entre la gente. Yo era, pero ya no. Ya nunca más.

Es increíble como la llegada de una persona en tu vida puede cambiar el curso de todo lo que venía siendo; puede cambiarte, destruirte y volver a armarte hasta que ni tú misma te reconoces, ni tú misma sabes quién eres. Tus convicciones, tus creencias, aquello de lo que tenías certeza… todo eso se va a la basura antes de que puedas reaccionar y darte cuenta.

Ella era fuego, fuego intenso, aquel que nunca termina de arder. Yo era más bien como un vaso de agua que, intentando desesperadamente apaciguar su sed, terminó evaporado. El destino, las circunstancias o lo que fuere me metió en la boca del lobo, pero yo decidí quedarme allí. Me enamoré de su irreverencia, de su intensidad e incluso de su amargura. Y por simple placer autodestructivo, dejé que ese sentimiento acabara conmigo. Y desde ese entonces, no he vuelto a ser la misma de antes.

SERENDIPIA PARTE I: MARIANNEWhere stories live. Discover now