Capítulo II || Los Angeles.

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—Señor, siempre hemos sabido que es región es completamente vana —habló el Serafín a quién le asignaron dicha zona—. Preferiría trabajar en algún otro lugar.

—Pero, Gael —Respondió Dios, sin levantar la vista de lo que hacía—, necesitamos un poco de bien en todos lados, ¿no te parece?

—No me niego a mi labor, mi Señor, pero...

—Pero, pero, y pero, ¿Qué es lo que te preocupa?

—Todo en general —dijo el angel—. Los pecados que las personas de allí cometen, la atención que esa zona recibe, la forma en la que devoran como buitres todo lo que allí sucede...

—¿Y qué sugieres? —preguntó Dios, dirigiendo su mirada a Gael.

—Un cambio de zona, Señor —respondió, el ruego presente en su voz—, sólo eso...

— Listo, entonces. Orit, ya no estarás en Lima, ahora estarás en Los Angeles —asentí levemente con la cabeza, haciéndole saber al Señor, y a todos, que no me molestaba—. Gael, tienes Lima, Perú.

—Gracias, Señor —Gael se acercó a besar la mano de Dios, en agradecimiento.

—Vayan a esperar el inicio de era y recuerden —se levantó, con el aire solemne que lo caracteriza—. Dios no os da una carga que no puedan manejar.

A mi alrededor, alas de todas las formas y tamaños se extendieron y alzaron el vuelo, todas dirigidas al portal que marcaba la entrada a la Tierra. Se sentía extraño, volar de forma rápida. Era la primera vez que bajaba a la Tierra, y ya sentía el peso de la responsabilidad sobre mis hombros.

Cintas de tela revoloteaban a cualquier lado que miraras, y la luz del paraíso hacía que tuviera un aire mágico y majestuoso. Aterricé en mis pies, doblando las rodillas por la fuerza de la caída y recordé la primera vez que aterricé.

Sin saber exactamente cuantos milenios habían pasado desde mi creación, el dejavú fue indescriptible. Había salido disparada hacía arriba cuando mis alas estuvieron completas, y aunque no sabía como controlar el vuelo, pronto, muy pronto, descubrí que contrayendo las plumas podía aminorar la elevación, y aún más pronto que nada, me encontré acostada contra el piso, con una gran sonrisa. Sonrisa que caracterizaba el primer vuelo.

El portal se trataba de un círculo semi ovalado, con pilares alrededor y el nombre en letra gótica del mundo al que daba paso. De este lado, todo era blanco soberbio, puro; del otro, se veía el vacío inmenso del espacio exterior, con luces titilantes y restos, aún después de millones de años, del "Big Bang", grandes nubes cósmicas flotaban, alejándose imperceptiblemente del planeta, y del sistema en el que estaba situado.

Los ángeles a mi alrededor se preparaban para el vuelo y la caída.

Lo que los humanos conocían como "lluvia de meteorito", muy pocas veces eran realmente meteoros, en muchas ocasiones eran ángeles descendiendo.

El milenio estaba a punto de empezar, la cuenta regresiva ya estaba pautada y mi cuerpo lo siente. Esa ansiedad que hace que el vello de la nuca se levante y las plumas de las alas se encrispen. La tela de mi túnica, blanca, tenían una cinta a nivel de la cintura que la sujetaba y evitaba que cayera de su lugar. Mis pies, descalsos, se asomaban por el borde de mi vestimenta. Me sentía atrapada bajo la tela. Mis manos, a ambos lados de mi cuerpo, se hayaban desprovistas de adornos e indumentarias, señal de mi estado de "novata" en cuestiones terrenales.

—Tú demonio es Astaroth —dijo Gael, parándose a mi lado.

—El tuyo es Alouqua —respondí, con la vista fija en el nacimiento de la nueva era.

El amanecer despuntó y con ello el milenio. Todos y cada uno de los ángeles, ordenadamente, emprendieron vuelo hacía las regiones correspondientes, incluyéndome.

El frío del espacio me abrazó y me hizo sentir más corporal, real. Luego de unos minutos de vuelo precipitado, el golpe de entrada a la atmósfera me sorprendió y me hizo perder el control del vuelo por unos segundos. Seres alados a mi alrededor lanzaban chillidos de entusiasmo al dirigirse a su área.

De todos los mundos, de las galaxias que existen simultáneamente, de todas las que son controladas por Dios y nosotros, su séquito, La Tierra es la única que representa una emoción verdadera. La única con arrepentimiento, con entrada al paraíso. La única que siempre ha representado un reto.

El piso vibró ante mi aterrizaje, el callejón, vacío, fue el primero de Los Angeles en ver el amanecer. Era nuestra orden, esas eran nuestras coordenadas. Si bien la noche es más oscura justo antes de amanecer, es en ese momento en el que podemos tocar tierra sin ser vistos. El momento más puro, hermoso, y también malévolo de las veinticuatro horas que dura el día humano.

La Apuesta.Where stories live. Discover now