Capítulo 17

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Kirk maúlla y se esconde en el armario. Ya ha empezado el calor. En esta casa llena de fantasmas, pero sin aire acondicionado, el infierno es una banal pero pulcra metáfora de cómo se van a desarrollar las noches. Suena "The End" del grupo The Doors. Jim Morrison en plena catarsis de talento. Luego simplemente se sumergió en el alcohol. Desapareció. Pero al escuchar la canción me vienen a la cabeza multitud de recuerdos de adolescente traumado que quería huir a toda costa, y para ello tenía en las drogas y el alcohol como edificantes compañeros de viaje. Queda muy bien ese diálogo de borrachos a las tres de la madrugada. Queda muy bien esos abrazos enfebrecidos donde nada importa, no piensas en el futuro, ni siquiera en el minuto siguiente. Supongo que ser joven significa eso: vivir el presente a pesar de ti mismo. Sentir curiosidad, ir al límite sin importar las consecuencias, ¿cuántas veces habremos oído eso? Hasta esa necesidad de transgresión, de exteriorización de conflicto, no deja de ser tan falsa y manida como el pijo llevando una camisa de Che Guevara. Nos creemos importantes, pero solo somos ratoncitos corriendo por un estrello laberinto, asustados, aturdidos y confusos.

Una posible solución a mi estado anímico actual es el sexo. Debería de sacar la agenda y buscar a esas bellas mujeres que revoloteaban por mi blog antes de conocer a mi ex, debería volver a escribirlas, preguntarles cómo les va. Aunque la última vez que me involucré con una de ellas no me fue demasiado bien. Intimar con mujeres – y naturalmente también se aplica a los hombres- a través de Internet tiene un halo de encanto romántico, pero por desgracia pululan demasiadas locas bipolares que convierten los siguientes meses de tu vida en algo tóxico y vergonzoso si te implicas demasiado. Es cierto que puede suceder lo mismo si ligas en la barra de un bar, con el riesgo añadido de que conozca la dirección de tu casa y el acoso sea más intrusivo, experiencia de la que quizás hable en otro capítulo, pero la menos tienes la ventaja de follar antes y, sí eres listo, tampoco te harás muchas ilusiones de futuro porque podrás detectar las taras habituales en menos tiempo. A fin de cuentas en persona son más difíciles de ocultar.

Con los ángeles de luz de Internet la cosa, aparte de farragosa y lenta, es mucho peor, sobre todo si estás inmerso en un mal momento anímico. Ellas llegan con sus correos, con su jugueteo concupiscente en el chat, te envían fotografías cada vez más íntimas, charlas por Skype subidas de tono. Y al final tienden su red de basura a tu alrededor. Empiezas queriendo correrte en su cara, luego quieres salvarlas, y finalmente te conformas con salvarte tú de su locura. Alguien ha puesto en marcha el ventilador y hay mucha mierda flotando a tu alrededor, es imposible escapar.

Como decía antes la última vez no me fue demasiado bien. El primer problema es que ella no distinguía demasiado bien la vida real de la que imaginaba en su cabeza. El segundo problema es que jugaba a una especie de Risk sentimental en el que según su estado anímico me ignoraba, atacaba o invadía en nombre de una especie de amor-odio enfermizo. Hay un cierto riesgo adictivo en estas relaciones intensas en las cuales no hay tiempo para aburrirte o aclimatarte a una seguridad sentimental. Hay grandes polvos de reconciliación que violan tus sinapsis, donde gritas obscenidades y estás dispuesto a probar cualquier cosa para mantener el placer en sus cuotas más altas. Es extraño, pero cuanta más loca está más desinhibida, descontrolada y casquivana se muestra en la cama; las desequilibradas follan mejor, es una extraña realidad. En cualquier caso, después de siete meses de altibajos, eso no era suficiente. La última vez que nos vimos, unos minutos después de correrme en su cara, invadido por la prosaica calma postcoital, la miraba y tenía que reconocer que no teníamos nada en común. Estaba atrapado en una necesidad hueca, en un mete-saca más o menos glorioso. Lo demás era una caja vacía envuelta para regalo, una paleta traumada sin más talento que su garganta profunda y su capacidad para sintetizar mentiras en mails semanales. Yo quería creer en esas palabras, pero ni siquiera creía en las mías, no teníamos luz propia. Mi despedida fue también por mail, algo cobarde, pero tampoco merecíamos mucho más. Luego hubo llamadas, aullidos, chantajes emocionales, más jugadores en su Risk sentimental. Por suerte luego conocí a Tamara y no he vuelto a saber de ella en dos años.

Hasta ahora, justo al abrir el correo ahí está: notificación de amistad para Facebook. Quizás es lo único bueno de las redes sociales, te ayudan a mantener el Síndrome de Diógenes sentimental. Podría haber aceptado, pero sé, porque la conozco, que si aparece en estos momentos es porque sabe que estoy solo y quiere la revancha. Es una orgullosa mantis religiosa, quiere acabar su trabajo. Y quizás antes no hubiera tenido dudas y hubiera aceptado su solicitud, hubiera apretado el acelerador presa de un absurdo masoquismo decadente y me hubiera lanzado de nuevo contra ella. Pero ya no necesito esa clase de emociones, ¿necesito sexo? Sí, y compañía, y dedicación y amor. Muchas cosas, como todo el mundo. Pero no a cualquier precio. No con alguien que, para solucionar sus problemas tendría que encerrarse en un psiquiátrico con fuerte medicación durante al menos un par de años. Y no estoy bromeando. Las personas no cambian, solo aprenden a fingir mejor.

Echo de menos a Tamara, no puedo evitarlo. Echo de menos su cerebro, su cuerpo, su coño, sus gemidos cuando me la follaba fuerte y duro. Echo de menos su obsesión por la literatura, hablar durante horas de política y poesía, incluso discutir de feminismo. Echo de menos ver series con ella los viernes por la noche, llamarla de madrugada presa de la depresión y la ideación suicida, escuchar su voz azul y que se me ponga dura. Pedirle que se masturbe, que se ría de mí y que luego me invite a su casa. Echo de menos nuestros paseos, nuestras rutinas, nuestras mierdas. Joder, tardas años en acostumbrarte a una persona, y luego, cuando todo se rompe y no hay marcha atrás, tienes que desacostumbrarte, superarlo y volver a empezar. Tienes que volver a crear todo el castillo de naipes, explicarte, hacerte conocer, adaptarte a nuevas manías y rutinas. A veces creo que la solución japonesa es la mejor forma de que evolucionen nuestras sociedades: subscripciones a páginas porno HD y dejar el contacto físico para otras personas más temerarias e inconscientes.

Pero ni toda la retórica y pedantería del mundo me pueden salvar de esta erección romántica. Pongo a Extremoduro y enciendo el ordenador y me pongo a escribir. Lo de la novela ya es imposible, pero el blog me resulta sencillo, piezas inconexas, puzzle de palabras que insinúen sin explicar, que señalen el lugar de la herida pero sin fotografiarla con detalles demasiado personales. Lo malo de estos textos es que nadie los entiende. Todos los comentarios suelen ser simples halagos, menospreciando con ello la sensación de ahogo. Me encantaría que alguien, como en el libro "El túnel", se parase delante de mis textos y dijera: "Sí, te entiendo, yo también necesito huir de mi vida y buscar lo extraordinario fuera de ella". Pero ese momento nunca llega. Y quizás sea lo mejor.

Entrada Blog 14/06/2016

"Si en apariencia he escapado a la programación que me rodea no ha sido por rebeldía, o por capacidad para crear la mía propia. Ha sido porque no he podido ni he sabido seguirla. Y ahora, en tierra de nadie, incapaz de adaptarme, dejo que los días fluctúen entre el estupor cómico, la otredad y la estática de la vida palpitando estéril a mi alrededor. Por eso insisto en masturbar el teclado, dejo que la literatura, esa puta que finge orgasmos, busque cierta redención reinterpretando la nostalgia de unos recuerdos que ya son cicatrices. Quizás sea ese mi singular tributo a mi porfiada mediocridad. De todas formas, si encontráis un par de poemas abandonados en un bar, no paséis de largo: son el regalo de un idealista. Sonreíd."

Memorias de un decadenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora