Capítulo 2

129 6 0
                                    

Otro día donde nada tiene sentido y cualquier acción me cuesta demasiado esfuerzo. Eso incluye levantarme de la cama vestirme, ducharme, hacer la compra, comer. Por eso sigo aquí, tumbado en la cama, las persianas bajadas, dejando que pase el tiempo. Como si fuera el extranjero de Camus esperando su sentencia en la celda. He recordado la película "las aventuras del joven Sherlock Holmes". En ella hay una escena donde un grupo de jóvenes burgueses hablan con petulancia sobre sus futuros trabajos, ya tienen interiorizado el clasismo como forma de prejuicio. Sherlock está distraído, ve pasar a su amada por la ventana -la película tiene esos toques románticos-, y cuando le preguntan por sus planes de futuro contesta: "No quiero vivir solo".

A veces creo que la literatura es la estúpida ilusión de transcender el tiempo. Como el niño que despista a los obreros y deja la huella de su mano en el cemento fresco. Quizás también el amor es así: intentar romper la piel ajena con nuestra huella cerebral cuando todavía está blanda por los sentimientos. Un juego del escondite, tiempo y dedicación, una suma de esfuerzos artificiales.

Ya son las cinco de la tarde. En una hora tengo que volver al trabajo. Trabajo infame de teleoperador. Cada vez resulta más complicado resistir los avances insistentes de la locura durante la jornada. Atender a cada cliente en menos de dos minutos durante jornadas de diez horas. Si la llamada dura demasiado se acerca un coordinador histérico preguntándote qué sucede. A veces tengo ganas de contestarle que suceden muchas cosas: con él, conmigo, con el cliente, con el nepotismo en la empresa, con Rajoy el sonido que hacen sus pocas neuronas al morir cada vez que da un discurso, con los niños refugiados sirios que mueren por desnutrición o a los que amputar los pies por las condiciones insalubres en las que viven mientras esperan que los echen de Europa. Debería de contestar: "Mis disculpas Gran Hermano, tengo a una persona mayor incapaz de utilizar su teléfono móvil con la celeridad que exige nuestra empresa, incluso me ha llegado a tentar la idea de ayudarle realmente y sugerirle que cambie de compañía" Pero no, necesito pagar el alquiler, debo utilizar la fórmula habitual de cucaracha: "Lo siento, me he equivocado, no volverá a suceder" con el tono de un niño pequeño que se ha meado encima.

La subcontrata gana dinero con cada llamada pero no por lo que sucede durante la misma. Si realmente quisieran que ayudásemos a estos pobres retardados que tenemos por clientes, nos hubieran facilitado las herramientas y programas adecuados. Sin embargo en esta compañía antes de abrir una incidencia -que es lo único que puede solucionar un problema de cobertura- obligamos al cliente a llamar una media de cuatro veces porque le insistimos en que realice una serie de pruebas inútiles que curiosamente implican apagar el teléfono. En el fondo ni siquiera tenemos un trabajo real, solo un anacrónico programa informático con una base de datos, y un argumentario fruto de algún viaje lisérgico.

Hoy han echado a diez compañeros más. Baja productividad. Con la nueva reforma laboral cada vez resulta más fácil. Las indemnizaciones bajan, la gente está acojonada. Personas de más de cuarenta años, casados con hijos, divorciados pasando una pensión, con hipotecas y tarjetas de crédito. O simplemente viviendo. Ya se ven de teleoperadores toda la vida, asumiendo esta "profesión" con templanza. Muchas mujeres encharcan su corazoño con un sueldo fijo -todo lo fijo que pueda ser en España ahora mismo-, sin darse cuenta de las secuelas que deja un trabajo así. El adocenamiento, la transmutación en tuerca. Convertido en número, en gráfico de productividad.

Mis compañeras. En el único descanso de veinte minutos tengo tiempo de escuchar sus cuitas. De relajarme con ellas. De observarlas. De analizarlas. Hoy hemos coincidido bastantes a la hora de la cena. Presto un poco de atención a la conversación. Marta está recibiendo la enhorabuena de todos: se ha quedado embarazada. Un absurdo. Hace tres meses se quejaba de lo machista y controlador que era su marido, incluso fantaseaba con la idea de divorciarse y llevar una vida nueva. A fin de cuentas era joven, se había casado con solo veintiún años. Pero ahora todo eso desaparece. Creo que está metiendo la pata hasta el fondo. Ella dice que ha cambiado. Pero no lo creo, la gente no cambia, su marido solo está esperando, cuando tenga el niño volverá a comportarse igual, como el típico acomplejado que necesita minar la autoestima de su pareja para sentirse mejor. Yo ya se lo advertí, pero tampoco puedo responsabilizarme por los demás. Cada cual, y eso me incluye, debe de vivir con sus propios errores, la sabiduría es aprender de ellos. O al menos intentarlo.

Termina mi jornada. Aleluya. A algunos les cuesta desconectar y siguen hablando del trabajo cuando bajamos las escaleras. Quizás ya estemos todos institucionalizados, demasiadas horas aquí, demasiado stress. Me estoy despidiendo de todos cuando suena el móvil. Es Natalia, una vieja amiga

- Necesito que hagas una cosa por mí. Hay una chica esperando en tu portal, se llama Ana, acógela en tu casa durante unos días. No te dará ningún problema –me dice con voz aséptica y funcional nada más descolgar. Siempre actúa igual, ni siquiera saluda, va al asunto, como un robot relleno de Prozac.

- Hola Natalia, qué placer escuchar tu voz de nuevo, sí, estoy muy bien, ¿el trabajo? Genial, ¿y tú qué tal estás? Asumo que no me llamas solo para pedirme un favor, sería una grosería por tu parte.

- No te comportes como un niño Mario; me conoces, sabes que no te molestaría sino fuera importante. Solo será hasta el domingo, para entonces ya habré encontrado otro sitio –hay cierto trasfondo de urgencia que me hace ponerme en guardia. Estoy casi seguro que tiene problemas con algún cliente.

- De acuerdo, supongo que puedo tolerar algo de compañía un par de días –le respondo. Qué remedio, aparte del vínculo personal me ha prestado un par de veces dinero, total, no me vendrá mal tender algo de compañía un par de días-. Y, ¿dices que ya me está esperando en el portal?

- Sí, eso es. Le di tu dirección. Gracias por todo. El domingo mandaré a alguien para que vaya a buscarla –me contesta. Y nada más decir la última palabra me cuelga.

Miro el teléfono cabreado. Joder, espero que algún día se plantee rebajar su dosis de litio y aprender de nuevo modales. Suspiro. Bueno, tengo pocas amigas, tampoco podrían ser normales. Estoy a diez minutos de mi casa, algo bueno tiene mi trabajo, poca cosa más. Cuando llego a mi calle veo a una mujer apoyada en un coche justo enfrente de mi portal. Me pongo a su altura. Es una chica menuda, pelo corto, negro, debe de tener unos veinticinco. Lleva un impermeable azul desgastado, como sus ojos. No reacciona, parece como si no se hubiera dado cuenta de que alguien se ha parado a su lado

- Esto... ¿hola, eres Ana? Soy Mario, el amigo de Natalia, ¿estás bien?

Ana levanta lentamente su cabeza. Parece que le cuesta enfocarme. Al fin sonríe. Una sonrisa triste, distante.

- Bueno... hace una noche desagradable, venga, entremos dentro.

Saco las llaves, abro la puerta del portal y subimos las escaleras. Vivo en un cuarto sin ascensor. Miro de soslayo hacia atrás, parece estar en estado de shock, ¿qué coño le habrá sucedido? Llegamos a mi casa, entramos y le enseño su habitación.

- Si necesitas cualquier cosa mi cuarto está al fondo del pasillo, junto al baño, ¿vale?

Creo que ni siquiera me escucha. Suspiro y me voy a mi habitación. Cierro la puerta, apago la luz y me tumbo en la cama sin desvestirme. Ha sido un día duro y estoy demasiado cansado para estas tonterías. Espero que no sea una psicópata, no sería muy divertido despertarme con un cuchillo deslizándose por el cuello. Sonrío levemente, me doy la vuelta y a los pocos minutos ya estoy durmiendo.

Memorias de un decadenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora