Capítulo 5

78 5 0
                                    


Me despierto con una monstruosa resaca, cansado, como si no hubiera dormido nada. Avanzo con torpeza por el pasillo, enciendo la luz del baño y me miro al espejo: además del habitual espectáculo estremecedor de mi cara tengo una extraña herida en el cuello. Me toco la zona, sangre coagulada, parece un corte pequeño pero profundo. Bah, otra rareza más de las muchas que suceden últimamente a mi alrededor. Me doy una ducha para intentar recuperarme un poco. Al salir tropiezo con Kirk, el fantasma de mi gato muerto. Dicho así podría parecer que estoy loco, es evidente que sufrir alucinaciones no es muy normal. Pero no me considero peligroso, solo un poco inestable. Quiero dejar claro que al principio intenté ignorar su presencia, incluso busqué un psiquiatra. Pero al final acepté su presencia como algo natural. No soy bueno buscando explicaciones, sobre todo si las únicas alternativas son un brote esquizoide o la existencia de un limbo fantasmal donde las mascotas vuelven a torturar a sus ineptos dueños.

- ¿Qué tal llevas hoy tu disfraz de hombre? ¿Temes que si expulsas a tus demonios también te abandonen tus ángeles? –me espeta Kirk con su habitual maullido aterciopelado.

- Por favor, no me obligues a aguantar tu pedantería tan temprano. Ni siquiera he empezado a beber aún –le contesto.

- Tienes que hacer algo con tus vecinos, hacen demasiado ruido. Deberíamos de empezar a planificar su desaparición. Sería sencillo

- Para ti todo es sencillo. Duermes dieciséis horas y luego deambulas por la casa como si fuera un imperio que hay que defender. Pero la vida ahí afuera es complicada

- Chorradas, ¿Por qué no intentas hacer algo más útil con tu tiempo, cuándo fue la última vez que escribiste algún capítulo de la novela?

No tengo ninguna respuesta ingeniosa a eso. Tiene razón. Comencé mi novela con ganas, pero lleva meses abandonada. Ni siquiera recuerdo qué fue lo último que escribí. Pensé que esta vez lo conseguiría, tenía todos los elementos para ello: una ruptura sentimental reciente y jodidamente dolorosa, tiempo libre y mi cada vez más incontrolable misantropía. Solo había que mantener la disciplina. Además tenía un nuevo método: me ponía delante del teclado y escribía mil quinientas palabras sin parar, escritura automática, divagando sobre episodios hostiles de mi biografía reciente, dejándome llevar por el alcohol, sin exigirme demasiado, solo lo justo para mantener la cuota de palabras. Y luego la reescritura. Siempre había algún fleco interesante del que tirar, que alargar, algún recuerdo que guardaba cierta vocación de exorcismo. Como escritor para mí eso era lo interesante, ni siquiera me exigía cierta continuidad argumental, lo divertido era jugar con los personajes. Fuera descripciones. Fuera diálogos aburridos e insípidos. El ejemplo de Dostoievski ayudándome a desarrollar un diálogo interior que fluyera del hueso, de las noches blancas, como memorias del subsuelo. Bueno, quizás exagero, quizás apuntaba a la luna para llegar al tejado. En cualquier caso funcionó como catarsis durante unas semanas. Luego, poco a poco, fui languideciendo, supongo que no tenía tantas cosas interesantes que contar. Respecto a ella con un par de conversaciones a gritos por teléfono y ciento cincuenta polvos de reconciliación ya teníamos el resumen perfecto de nuestra relación. Y sin final feliz. Escribir sobre ello era un homenaje al masoquismo, regodearme en la herida, banalizar y vulgarizar toda la historia. Además, y eso fue lo peor, me percaté de que no había demasiada épica en nosotros, ninguna epifanía transcendente. Y disimular esa tara, adornar todo con el disfraz de la ficción, me deprimía. Por eso la abandoné. Por eso me abandonaron.

Pero volvamos al tedioso presente: en una hora tengo que ir a trabajar. Recurramos pues a la elipsis. Pormenorizar con demasiados detalles cómo me visto, hago la comida, recorro los veinte minutos andando hasta mi trabajo y paso allí ocho terribles horas sería un lastre excesivo para el incauto lector. Adoremos a la elipsis que nos evita esos indecorosos fragmentos de tiempo perdido. De todas formas me gustaría recrear una breve conversación con dos compañeras del trabajo, para que así podáis haceros una idea de cómo es mi vida allí y con qué clase de seres tengo el honor de compartir espacio vital:

- Si hay elecciones anticipadas volveré a votar al PP, no quiero que Podemos cierre las guarderías. Tengo dos hijos. Soy alguien responsable –me indica Carla, veinticuatro años, madre de dos niños, currículo de teleoperadora indefinida.

- Pero, ¿de dónde sacas que Podemos vaya a hacer eso? – le contesto-. Si ha sido el PP quien está acabando con el estado del bienestar y con todas las becas de comedor y subsidios. Además, eres de clase obrera, teleoperadora, ¿por qué votas a un partido de derechas neoliberal? No lo entiendo, es imposible que pueda representar tus intereses.

- Yo sufrí mucho cuando mi hijo pequeño no reconoció a los Reyes Magos en la cabalgata de este año. Nunca se lo voy a perdonar a Carmena. Jamás. Están acabando con las tradiciones.

- Ella tiene razón, no me fio de alguien que lleva rastras en el Congreso –se mete Sandra en nuestra conversación, coordinadora, veintinueve años, madre soltera de un niño-. Por eso votaré a Alberto Riveira. Es muy guapo -añade con una sonrisa.

Son las dos de la madrugada cuando salgo del trabajo. Decido pasear un rato, no me apetece volver a casa a estar más tiempo delante de un ordenador. O debatir otra vez con Kirk si Murakami es mejor que Bukowski. Subo una cuesta que se mete dentro de una urbanización. Llevo un rato caminando en esa dirección cuando recuerdo donde termina: en el cementerio. Acaricio la idea, pero sería demasiado extraño entrar allí de noche. Me río al recordar que una vez lo hice, parece que fue hace miles de años. Estaba a punto de mudarme a Barcelona y había quedado con Israel, un amigo mío, y estábamos recordando viejas glorias de madrugada, despidiéndonos. Estábamos muy borrachos, sobre todo yo, que agarraba con amor una botella de vino barato. Y con una nostalgia mal encauzada le dije que me apetecía entrar en el cementerio y despedirme de mi abuela. Nunca me había llevado bien con ella, no había vuelto al cementerio desde su entierro. Pero son ocurrencias que aparecen en el momento adecuado. Me ayudó a escalar el muro de piedra y entramos los dos. Recuerdo el susto que nos llevamos cuando escuchamos voces a unos metros de distancia. Eran dos chicas, igual de piradas y borrachas que nosotros, que esa misma noche habían tenido la misma idea. Jóvenes. Góticas. Excéntricas. Fue divertido compartir escenario y vino con ellas. Mi amiguete siempre me echa en cara que no intentásemos algo. Con la excusa del encuentro podríamos haberlas invitado a mi casa. Quizás tuviera razón, pero en ese momento me sentía deprimido, algo misógino. Recuerdo alejarme de ellos un momento y quedarme de pie enfrente de la tumba de mi abuela, escuchando el sonido del viento a través de los cipreses. Los cementerios son fascinantes.

Regreso a casa. Hoy ni siquiera he bebido. Hoy ni siquiera he vivido. Me acuesto. Es extraño, he tenido toda la noche la sensación de que alguien me observaba. Añadamos un poquito de neurosis persecutoria a mí vida. Natalia no ha llamado. Mejor. Pienso en Ana, tan ajena a todo lo que sucedía a su alrededor. Es curioso, seguramente si hubiera escrito todo esto ya llevaría más de mil quinientas palabras, "Nulla dies sine línea", expresión latina que significa: ningún día sin línea, todos los días hay que crear, ser artista, sumar. Mi primer intento de novela adolescente era de vampiros. Estaba obsesionado con los personajes de Anne Rice, con Lestat en concreto, y tenía ganas de hacer algo parecido. Creo que solo llegué a escribir diez capítulos. Todo en mi vida han sido intentos. Hubiera sido divertido terminarla. Conseguir terminar algo alguna vez. Bueno, ya basta de flagelarme, volvamos a casa, un gato enfadado me espera.

Memorias de un decadenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora