Capítulo 11

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Estoy llegando al barrio de Israel cuando suena el móvil. Para ser un misántropo social últimamente recibo demasiadas llamadas. Me temo lo peor y así es: el número de mi trabajo. No hace falta recrear la conversación, estamos a primeros de mes y necesitan más gente en la plataforma porque recibirán más llamadas por reclamaciones y ajustes de facturación, pero no les interesa contratar a nuevos trabajadores porque les sale más barato ofrecer ampliaciones de jornada y pagarlas a cinco euros la hora. Es infame, pero siempre les sobra gente que acepta, es lo bueno de la crisis, la precariedad laboral ha venido para quedarse. Yo pasaría de ello, pero necesito esas horas para llegar a final de mes. Además, si tuviera la osadía de anteponer mi agenda personal a los deseos de la empresa, el típico brote de orgullo de clase obrera, entraría en la lista negra y ya no me volverían a llamar nunca más. Todo o nada, así funciona. Volviendo a la conversación acepto con voz sumisa mientras busco con la mirada una farmacia, quizás tenga tiempo de comprar un bote de vaselina para que la experiencia no sea tan dolorosa. Kirk maúlla indignado en el fondo de mi cerebro, pero él no necesita comer, por lo que mi deslustrado traje de hombre vuelve a coger el metro, de vuelta a mi casa. Sí, una de las pocas cosas buenas que tiene mi trabajo es que está cerca de mi barrio. Apenas cuarto de hora andando. Bajar la calle, cruzar un par de semáforos –siempre tengo un toque supersticioso, si coinciden verde cuando paso andando será un buen día- y luego cruzar por delante de un par de parques donde en primavera las parejas retozan y son felices mientras yo voy camino del infierno.

Y llego allí. Esta vez solo serán seis horas. Hasta las doce. Bueno, podría ser peor. No sé cómo, pero siempre existe esa posibilidad. Ser teleoperador es un trabajo horrible. Pero son los detalles los que te llevan a la locura. Los clientes analfabetos. Los exámenes mensuales de conocimientos que te obligan a aprenderte de memoria datos y manuales de teléfonos. Los insultos. Los coordinadores gritando que hay nuevas incidencias generales o poniéndose a tu lado exigiéndote saber por qué la llamada dura tanto. Pedir pausas visuales y que nadie te haga caso. Esos mismos coordinadores, cuyo sueldo difiere del mío en solo cuarenta céntimos la hora, con sus guerras intestinas, su arribismo de cubo de basura. No sé. A veces pienso en la película "Un día de furia" de Michael Douglas. Es una película extraña, aborreces la violencia fascista y psicópata del protagonista, pero al final te provoca simpatía, comprendes cómo ha llegado allí. Hay una frase del protagonista que a veces recuerdo: "Nos educan para ser astronautas, sin que nadie nos diga que cuando estemos al otro lado de la luna, estaremos incomunicados". Pero tampoco quiero divagar demasiado, lo cual normalmente lo único que demuestra es que el escritor es incapaz de expresar con claridad lo que quiere –en este caso asco y alienación- y prefiere escribir en círculos para distraer al lector. Volvamos a la narración.

Llego a mi puesto, ajusto la altura de la silla, enciendo el ordenador, abro los programas, doce en concreto, coloco la almohadilla y me ajusto los cascos –representación moderna de los grilletes en las galeras- y respiro hondo. Miro a los compañeros que me rodean: rictus amargado, ojerosos, demasiadas canas en la barba. Nos hemos convertido en gente gris, en etiquetas, en dos trabajos, en padres, en plazos sin pagar de la hipoteca. Casi puedo escuchar cómo el ensamblaje de sus vidas se está viniendo abajo, cómo van asumiendo con rencor que este trabajo va a ser, con suerte, su único futuro.

Antes no era así, cuando empecé aquí hace cinco años el ambiente era diferente. Había menos llamadas y daba tiempo a hablar con los compañeros que tenías al lado, podíamos juntarnos varios en los descansos largos para cenar, no como ahora que siempre cenamos solos, había más compañerismo, si alguien no sabía usar un programa parabas la llamada y le ayudabas. Ahora es un sálvase quien pueda, porque a la mínima te echan una bronca, hay gente a la que han despedido por no ofrecer la factura en papel. A ese nivel. Pero antes, como decía, no era así, de hecho era el turno perfecto para salir luego de juerga porque empezábamos a las cuatro de la tarde y terminábamos a las once de la noche. Y venía bien tomar unas cervezas después para desconectar y desintoxicarnos. Ahora ni siquiera nos apetece. Antonio se casó y tiene una hija preciosa. Intentó cambiar el turno para conservar el trabajo y no dejar sola a la niña, pero fue imposible, la empresa se lo denegó varias veces y al final tuvo que despedirse. Dos chicas, Irene y Nuria, terminaron la carrera y se largaron. Alex ahora vive con su novia y nunca se anima. Maribel está demasiado cansada por sus dos trabajos. Lo peor fue lo de Vanessa. Era una tía increíble, muy voluptuosa, con mucha energía, siempre la primera en animarnos para tomarnos la última al grito de: "vamos a follarnos Madrid". Suponíamos que era por el divorcio, había sido hacía menos de un año y por lo poco que hablaba de ello estaba claro que no había sido fácil. Recuerdo que por aquel entonces me reencontré con la prosa de Bukowski y leí "Mujeres". Me llamó mucho la atención como comenzaba el libro: "Tenía cincuenta años y no me había acostado con una mujer desde hacía cuatro. No tenía amigas. Las miraba cuando me cruzaba con ellas en la calle o dondequiera que las viese, pero las miraba sin ningún anhelo y con una sensación de inutilidad. Me masturbaba regularmente, pero la idea de tener una relación con una mujer —incluso en términos no sexuales— estaba más allá de mi imaginación". Vanessa me recordaba en algunas cosas a las protagonistas de las historias de Bukowski, tan emocional y discordante. Flirteaba con ella todo el rato, pero siempre en un contexto de broma. Nunca me atreví a hacerlo en serio, a quedar un día los dos solos, tenía la excusa de que si la cosa salía mal la tendría que ver todos los días, y eso sería demasiado incómodo. En cualquier caso algo iba mal en Vanessa y supongo que por eso me atraía, porque también hay algo defectuoso en mí.

El caso es que llevábamos ya casi año y medio trabajando juntos, nunca había faltado, cuando sin avisar desapareció toda una semana. La llamé pero no conseguí localizarla, tenía el móvil siempre apagado. Al final uno de nosotros consiguió hablar con su hermana y esta nos confirmó que estaba internada. Al parecer la habían atracado en plena calle, en el forcejeo la tiraron al suelo y tuvo que ir a urgencias porque sufrió un ataque de ansiedad. Pero la cosa fue empeorando y un día, al volver a casa, sus compañeros de piso se la encontraron inconsciente en el baño: se había tomado un bote de pastillas. Al mes de estar internada el psiquiatra confirmó que lo del atraco unido al stress y el estado depresivo de los últimos meses había desencadenado un trastorno bipolar latente, y que tenía que seguir internada por su seguridad. Ya han pasado dos años, ahora está viviendo con su hermana, pero no mejora. Lo malo de la medicación es que atonta demasiado, y si bajas la dosis tu estado mental es una montaña rusa que pasa de la euforia desbocada a la apatía y la depresión más absoluta.

Lo cierto es que con que observes un poco a la gente que lleva más años aquí, sobre todo los del horario nocturno, notas que tienen un comportamiento extraño, y no ya por el carácter agriado, eso ya por descontando, sino también signos de trastorno obsesivo compulsivo, como Carlos, que siempre viene un cuarto de hora antes para limpiar su puesto con toallitas higiénicas. Pero estoy equivocando el tono, cuando se habla del trabajo hay que hacerlo como Bukowski en su libro "Factotum", de forma cómica e hilarante. Y reconozco que los primeros meses –pensé que sería algo temporal- apuntaba encantado las anécdotas de las llamadas más surrealistas. Cosas increíbles como tener que explicar a un cliente qué es el IVA. O decirle que WhatsApp funciona con internet y querer ponerme una reclamación porque en otras compañías no es así, y porque no quiero explicarle como se baja internet para tenerlo ya instalado. Explicar que cinco y cinco son diez y el cliente argüir que ahora no puede discutir conmigo sin una calculadora delante. Gente desesperada que confiesa que se están jugando la relación, que no seas un robot y borres su historial de llamadas. Clientes que se gastan casi mi sueldo en llamadas a números eróticos y videntes y que luego lo niegan rotundamente llamándonos estafadores, o peor aún, que nos piden que aumenten su límite de consumo. Personajes que se gastan ochocientos euros en un móvil y luego ni siquiera saben reiniciarlo. Clientes que te llaman tantas veces que ya les conoces, y te das cuenta que solo llaman porque se sienten solos y necesitan hablar con alguien. Gentuza que se masturba y llama de madrugada para decir obscenidades a las compañeras. Clientes clasistas que llaman solo para discutir. Clientes tartamudos que de primeras no sabes si te están vacilando o no. Hay material para un libro, como también existen libros sobre anécdotas de cajeras, o el más reciente "Cosas raras que se oyen en las librerías". Seguramente la idea, con el auspicio de algún editor enajenado, tendría su rédito comercial. Pero ahora lo que menos me apetece es literaturizar mi infierno. Estoy atrapado aquí, bastante tengo con mantener un mínimo de lucidez. Y ahora, con vuestro permiso, hay cien llamadas en espera, voy a seguir trabajando.

Memorias de un decadenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora