Capítulo 6

80 4 0
                                    

Hoy he intentado escribir algo pero me ha sido imposible. Es muy frustrante. Para algunos escribir es simplemente juntar palabras, unas detrás de otras. Son los mismos que cuando les confiesas que estás bloqueado te dicen, joviales y optimistas, que la solución más obvia es la escritura automática, dejarse llevar, escribir de cualquier cosa, una serie, una película, sobre ti mismo sobre todo. Y en parte tienen razón. Pero yo, que nunca he sido ambicioso en nada, aspiro a otro tipo de literatura. A ver, quiero explicarme, está claro que puede ser autobiográfica, claro que puedes hablar de lo que quieras utilizando si te apetece un tono informal, incluso de barra de bar. Pero creo que resulta mucho más enriquecedor si consigues dotar al texto de cierta filosofía personal, sutil pero permeable, que consiga que el lector, aparte de empatía, también interiorice de forma más intelectual el texto. Y conseguir eso es complicado, requiere esfuerzo, planificación, inspiración. Es curiosa la sensación de transvase que se tiene al escribir, quiero decir, es como si hubieras llenado tu cerebro de ideas, experiencias, de material, y al volcarlo en la página te vaciaras, te secaras.

Por eso, cuando alguien te diga que no se le ocurre nada sobre lo que escribir, la respuesta correcta –a mi modo de ver- es decirle que lea un par de buenos libros. Esa es la vocación final de un libro: provocar más arte, convertir a los lectores en escritores. Aunque luego es Bukowski quien decía que hay muchos poetas y poca poesía. Daños colaterales. Me gusta citar de vez en cuando a escritores, porque parece que da autoridad a mis ideas. En el fondo todo es una simple coartada para disimular mi falta de disciplina. Si soy tan inteligente y sé lo que hay que hacer, el fracaso es producto de un sabotaje propio. Y me fastidia porque –y esta es otra perla de sabiduría que comparto de forma altruista- escribir, crear, dedicar parte de tu tiempo a un hobby creativo consigue mantenerte con vida. Mucha gente está muerta, figurativamente hablando, antes de los treinta. El resto de su vida no es más que un tópico aburrido, no hay nada original en ellos, ni en su forma de vestir, de hablar, de comportarte, de moverse... Son como robots coleccionando opiniones mass media y etiquetas. Son esos que utilizan a la familia, su trabajo o la religión para definirse. Todos caemos en ese problema tarde o temprano, pero expresar tu singularidad a través del arte lo retrasa, hace más difícil que te olvides de ti mismo. Para mí escribir se convierte en una especie de terapia de reciclaje, por eso me cabrea tanto no saber aprovechar el tiempo libre que tengo. Seguramente si fuera más ignorante, si pudiera engañarme a mí mismo, no estaría ahora tan frustrado.

Pero tengo otros problemas. Debería de hacer caso a esos escritores juntapalabras y hacer una lista. El principal es que no consigo dormir bien, cada día me levanto más cansado, pálido y con unas ojeras tremendas. Además tengo una especie de herida o reacción alérgica en el cuello. Cada día empeora más. Debería ir al médico, pero no me gustan. Sumémoslo a los actos de sabotaje que cometo contra mí mismo. Como beber demasiado. A veces pienso que es la única forma que tengo de reivindicar mi libre albedrío. Explicación: casi siempre tenemos que hacer lo correcto. Lo razonable. Lo que resulta una ventaja para nosotros. Pero precisamente, en la mayoría de los casos, lo que deseamos no resulta ser lo mejor para nosotros. Deseamos cosas que no necesitamos, personas que no se complementan con nosotros y nos van a hacer infelices, deseamos lo que no tenemos y cuando lo tenemos nos da igual. Y en esa esquizofrenia del deseo y la libertad, de las obligaciones y las responsabilidades, para mí el alcoholismo noctívago es uno de los pocos momentos de libertad personal que me puedo permitir. En todo lo demás me veo atado por las circunstancias de vivir en una ciudad y necesitar dinero. En el fondo, lo sé, es un infantilismo. Las resacas son un escupitajo a mi intelecto, una forma de embrutecerme y no pensar tanto. Como jugar al Candy Crush. Voy por el nivel 1358. Supongo que tendríamos que añadir a la lista que soy tremendamente obsesivo. Algo está estropeado en mí. Nada importante, pero lo justo para que mis anhelos sean diferentes de la mayoría. Algunos lo llamarían inmadurez. Yo, en mis momentos más optimistas, lo llamo tener personalidad propia.

Kirk aparece por el pasillo. Es un gato un poco gordo –maullido de queja-, de ojos verdes intenso, cara de mal carácter y pelo negro, excepto en las patas y la tripa que lo tiene blanco. Es precioso. Y translucido. Y siempre tiene una opinión sobre todo. Ahora esta amargado, lleva mucho peor que yo que Tamara haya roto conmigo.

- Siempre estás escribiendo tonterías. El arte nace precisamente de la duda, de hartarte de que siempre dos y dos sean cuatro y decidir que esta vez sean cinco. Y seguir por ese camino hasta ver dónde te lleva. Deberías de meter más personajes. Algo de amor, drama y violencia. No puedes mantener la tensión de una novela solo con diálogo interior en primera persona, no eres Dostoievski –se interrumpe y observa durante unos instantes una polilla que ha entrado en la habitación-, tienes que introducir más personajes en la trama. Y añado dos cosas: llamarme gordo ha sido una impertinencia muy desagradable. Y no estoy amargado, solo pienso que has perdido la única oportunidad de ser feliz. No creo que exista otra mujer que soporte tu alacranidad sentimental.

- Deberías de apoyarme en estos temas y no solo inflar el capítulo con comentarios fuera de lugar. Ya sé que necesitamos mil palabras por capitulo para mantener el statu quo de novela, pero... -el sonido del móvil me interrumpe-, ¿Sí? ¿Quién? ¡Ah, Manolo! cuanto tiempo, ¿Cómo te va, qué tal? ¿Cómo... estás en Madrid? Pero... ¿ahora? Bueno. Sí... claro, claro. Hombre, me tenías que haber avisado antes, pero sí, un par de noches no me importa. ¿Dónde estás? Joder. Vale. Pues nada, voy a buscarte. Venga, hasta ahora...

Dejo caer el móvil encima de la mesa y miro a Kirk con cara de circunstancias.

- Qué extemporáneo –me mira irritado-, entonces Manolo, el maestro de yoga autodidacta, el famoso hippie de Benacazón que sobrevivió al enfrentamiento con la giganta alemana, ¿está aquí?

- Sí –le contesto suspirando-, quizás cuente esa historia en el próximo episodio. No pongas esa cara, ¿no querías más personajes? Pues bienvenido a la cúspide de la novela coral.

Memorias de un decadenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora