Capítulo 4

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Me siento decepcionado por la desaparición de Ana, pero así es la vida, uno va tomando decisiones, cree transversalmente en el karma, pero al final, más tarde que temprano, se da cuenta que ni siquiera haciendo las preguntas adecuadas va a encontrar una respuesta satisfactoria. Voy a la cocina, por suerte encuentro algo de arroz y media tableta de chocolate. Suficiente. Bajo al chino de la esquina y compro un par de botellas de vino. Traslado la estufa a mi habitación y empiezo a beber. No quiero complicaciones, solo sentir el paso del tiempo como pequeñas franjas de luz paseando lentamente por el techo. En la universidad te corrompen con el ansia de aprovechar el tiempo, con practicar la memoria cortoplacista y vomitar conocimientos una y otra vez hasta conseguir un título. Muy bien. Excelente. ¿Y luego qué? ¿Para estar diez horas fuera de casa castrando nuestra singularidad, nuestro escaso tiempo libre, nuestra creatividad, nuestra pasión, nuestra juventud? No sé, no me convence. Algo está mal planteado en nuestra sociedad, sin embargo, todos seguimos adelante, a pesar del vacío, de la falta de significado, a pesar del fraude habitual. Tampoco tiene sentido que divague tanto, en el fondo soy como Bandini haciendo un avión de papel con el aviso de desahucio de su casera. Como el protagonista de El Cuaderno Gris yéndose a dormir cuando hay demasiados problemas por resolver.

Miro por mi ventana y ahí está, siempre ubicua, mi querida vecina, apoyada en el quicio de la ventana de enfrente, mirando hacia los lados con pesadumbre, sacudiendo manteles, escobas, cualquier cosa por su ventana. Ahora está desmigando pan para los pocos pájaros que sobreviven en el barrio. Toda una vida así, asomada a su ventana con el rictus contraído, huyendo de lo que ocurría en el interior de su casa, ¿esperando el qué? ¿La felicidad, un cambio? Sus hijos solo la visitan algún domingo a final de mes, su marido siempre irritado. Nada ha cambiado. O sí. La gente infeliz se va transformando lentamente: la cara se llena de arrugas prematuras, el pelo pierde color, la ropa deja de estar ceñida, su voz se transforma en un graznido altisonante y amargado. Y ella ahí, mirando hacia un lado, hacía otro, murmurando, siempre con su sempiterno batín azul y el pelo mal teñido. La vida es aquello que discurre más allá.

Atardece. Mi mano alarga su trenza de suspiros hacía la siguiente botella. Realismo Lírico. La euforia que me provoca el alcohol es un espejismo, como los gemidos de una puta filtrándose a través del fláccido tabique. La ciudad está a la espera, todo el mundo tiene una cuerda, ¿tiene forma de horca o solo sujeta un globo de helio que quiere partir hacía el fulgor de los ojos de Dios? Pero Dios no tiene escrúpulos ni polla, solo es un cerebro de hierba que trastabilla, cae y muere en el fango de su propia inexistencia. La fe es el sopor del patético animal que lame los barrotes de su jaula. Sin embargo la esperanza es la lava del arrebato. Pero estoy divagando en un intento deshonesto de no pensar en ti. Tú, la innombrable, la clase de mujer por la que imperios eternos han sido destruidos en horas. Tú, la del trueno silencioso. Tú, la del coño ardiente y la mirada tensa. Me hiciste amarte para luego pasar el cuchillo. Y ahora el zorro corre bajo la luna de asfalto con mi corazón en su boca. Y la muerte, esa jodida tumba de hiel, baja por mi garganta como un ratón asustando. Qué ridículo terminar un capítulo recurriendo a los traspiés de la prosa intensita. Qué trágico no saber decir nada menos obvio.

Pero ya lo dijo el maestro: al final lo importante es saber atravesar el fuego.

Memorias de un decadenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora