Capítulo 3

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Ana no habla, apenas come. Se pasa el día tumbada en la cama mirando al techo. Casi puedo sentir sus grietas, como va consumiéndose, hundiéndose poco a poco en el colchón hasta desaparecer. No sé exactamente cómo ha llegado a este estado, no quiero banalizar su dolor eligiendo una etiqueta, un tópico, una excusa. Podría no ser nada, podría ser todo. Pero me preocupa, es demasiado joven para estar ya así.

Quizás la solución sea el mar, la inmensidad del mar ante sus ojos, el espacio. La idea centella en mi cerebro. Bueno, ¿por qué no? Tampoco tengo nada importante que hacer hasta el domingo. Aparte del trabajo. Llamo allí, les hablo de un extraño virus estomacal. La pausa es demasiado larga. Quizás no he mentido con demasiada convicción. En cualquier caso es posible que no tenga que volver, se están deshaciendo de los indefinidos. Gracias a la nueva reforma laboral argumentar baja productividad y devolver seis años de trabajo con un despido procedente sin indemnización es un simple apaño de datos. Quizás de forma inconsciente es lo que quiero.

Nos montamos en el coche. Podríamos ir a Barcelona pero me trae demasiados malos recuerdos. Opto por Valencia, tampoco tardaremos demasiado. Me siento entusiasmado, siempre me gustaron las road movie, Kerouac echándose al camino con el sonido del acid jazz de fondo.

Ana sigue callada. Quizás ni siquiera se ha percatado del cambio de escenario. Está en algún lugar dentro de sí misma. Me pongo a hablar por los dos. Le hablo de mi tío Gabriel, como tenía una minusvalía en un brazo, pero que eso no le impidió sacarse el carnet de conducir. Disfrutaba conduciendo, cuando era pequeño nos llevaba a mi abuela y a mí por todos los pueblos de la comunidad de Madrid. Y luego, cuando llegaban las vacaciones de verano, los de la costa de Alicante. Le encantaba visitar todas las iglesias de esos pueblecitos, no por ningún hálito religioso, solo quería observar los detalles de su arquitectura, las figuras de los santos, el presbiterio. Siempre iba con su sempiterno cigarrillo en la boca. Incluso cuando estaba en la playa era capaz de meterse con él al mar.

Llegamos sobre las cuatro. Aparco. Vamos a una terraza, pedimos algo de comida para llevar y nos tumbamos en la playa. Comemos en silencio. Hay algunas parejas. Niños. Abuelos. Turistas. El tiempo pasa. Empieza a refrescar, la gente comienza a recoger sus cosas. La playa queda poco a poco abandonada. Ana sigue sin reaccionar. De pronto me atenaza un profundo sentimiento de desaliento. Estúpido, ¿qué esperaba, una epifanía, que se pusiera a saltar y hacer castillos de arena? El mar. Joder. En la vida real lo que necesitamos es antidepresivos.

Quiero respetar su silencio, pero a la vez me gustaría conseguir penetrar ese hermetismo. Tal vez estoy siendo egoísta, pensando solo en mi necesidad de hablar, de resolver algo ajeno porque soy incapaz de afrontar mis propios problemas. De todas formas a veces hay que escapar de la alienación de la gran ciudad. Aquí, en la inmensidad del mar, recuperas parte de la perspectiva, de la libertad intrínseca que has perdido, te conviertes de nuevo en extranjero. Por eso me gusta la gente diferente, extraña, que tiene ansiedad por vivir su vida y aprovechar cada momento. Hay demasiados zombies a nuestro alrededor. Demasiado soma. Demasiada pasión disolviéndose entre redes sociales y compras compulsivas. Todos deberíamos de escapar de vez en cuando de nosotros mismos, convertirnos en bengalas ardiendo en mitad de la noche.

Decido volver a Madrid antes de que se haga de noche. Pongo el álbum "El espíritu del vino" de Héroes del silencio a un volumen razonable –para mí- y sigo hablando. Me encantan esas guitarras, la voz, ese tenue bajo que da entidad a toda la canción, las letras llenas de reminiscencias a las drogas y al camino del exceso. Me encanta volver a escucharlo cada cierto tiempo, aunque sea una sensación ambivalente. Recuerdo cuando los vi en concierto en Zaragoza en 2007: las dos o tres primeras canciones me emocionaron, por fin los volvía a ver en directo después de tantos años. Pero luego me sentí ajeno, frío, como si hubiera llegado demasiado tarde, demasiado mayor, cínico, crítico, incapaz ya de conmoverme. Sin embargo hay muchos recuerdos aferrados a su música. Mujeres que he amado con esa banda sonora de fondo. Noches de abrazos borrachos en los que nos quedábamos afónicos en medio de nuestros himnos prestados. Locales que son pura adolescencia y que ya no existen, como el Saxo en Argüelles, El lado oscuro en Salamanca, el Heaven de Madrid, una discoteca donde a las cuatro de la mañana pasaban de Rammstein y Depeche Mode a poner varias canciones seguidas de HDS. Me emociona hablar de esos recuerdos. Del tatuaje en mi espalda. De cómo conseguí el vinilo doble de The Wall de Pink Floyd. De lo increíble y actual que resulta la película. De cómo ahorraba cuanto tenía quince años durante dos meses para comprar el nuevo album de Queen. Le hablo de Iron Maiden, The Doors, Nick Drake, Leonard Cohen, Extremoduro... cada canción describiendo una parte de mi vida, una mujer, un fracaso, un recuerdo importante...

Cuando llegamos a casa son ya las dos de la madrugada. Hace una noche desapacible, fría. Subimos cansinamente las escaleras. Me despido con un gesto y estoy entrando en mi habitación cuando me toca el hombro.

- Gracias –me dice con voz dulce, casi de niña pequeña. No añade nada más. Solo me mira fijamente durante unos instantes con esos ojos grises de tristeza insondable, se da la vuelta y cierra con suavidad la puerta de su habitación.

Me quedo un rato ahí, quieto, controlando la tentación detrás de ella, de tirar de ese pequeño hilo que me ha dejado vislumbrar. Pero es mejor que escoja ella su ritmo. Voy a mi cuarto, apago la luz y me acuesto. Quizás al final el viaje sí ha tenido algo de sentido. Quizás. Mañana intentaré hablar con ella. Me quedo dormido casi de inmediato.

Me despierto a las once de la mañana. Voy a la cocina y empiezo a calentar algo de café. Doy un toque con los nudillos a su puerta.

- Ana, despierta. Ven a desayunar algo.

No contesta. Kirk maúlla en el salón. No puede ser. Aprieto los dientes y vuelvo a llamarla. No hay respuesta. Abro tímidamente la puerta y miro en su interior. Lo que me temía: está vacía, no hay nadie.

Memorias de un decadenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora