Capítulo 7

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Acabo de salir por la puerta cuando vuelve a sonar el teléfono. Miro la pantalla: mierda, Natalia. Me había olvidado de ella

- Antes de que digas nada: lo sé, sé que ya no está contigo. Me envió un mensaje el sábado para decirme que se iba de la ciudad, que le perdonase por las molestias. Es mentira. Ese mensaje no lo ha enviado ella. Solo quería avisarte de que...

- Espera, espera, espera, ¿de qué estás hablando, a qué te refieres con que ese mensaje no lo ha enviado ella, dónde está?

- Mira, lo siento. Es solo que tengo un mal presentimiento, ese mensaje no es propio de ella, no tiene sentido que se haya ido ahora, de esa manera. He estado en su casa y no ha cogido ni siquiera ropa, solo el portátil.

- ¿Tienes llaves de su casa...? ¿Qué es lo que no me estás contando Natalia, qué ocurre realmente aquí?

- Perdona, no quería involucrarte, no... no puedes ayudarme, mejor que no sepas nada más. Siento haberte molestado. Adiós.

- No, espera, no cuelgues... ¡Joder!

Cómo odio cuando hace eso. Suspiro. Quizás no tenga importancia, parece claro que estaban juntas, Ana es justo el perfil de sumisa que le gusta a Natalia. O quizás la compartía con otra persona, estos rollos BDSM son así de pragmáticos. Desde que conozco a Natalia nunca la he visto sufrir por ninguna de sus chicas. Sin embargo hoy había algo en su voz, parecía incluso... asustada... Bueno. Me temo que ese, al menos hoy, no es mi problema. Manolo me está esperando. Vamos allá.

Media hora después ahí le tengo. Nos abrazamos y nos observamos con curiosidad. El tiempo hace mella. Siempre hay más arrugas, más dioptrías, más cinismo. Sin embargo él no parece haber cambiado en lo importante: sigue conservando la misma sonrisa afable y juvenil. Un poco más delgado quizás. Supongo que la vida de hippie mochilero no le sienta del todo mal. Volvemos a mi casa, compro antes un par de botellas de cerveza fresquitas y empezamos a hablar de las novedades. Él saca unos porros milimétricamente perfectos y carga un poco el ambiente con su humo blanco.

Hay recuerdos que se despiertan solo cuando estás con sus protagonistas. Siempre que veo a Manolo recuerdo la anécdota de la giganta alemana. Fue una de las primeras veces que vino de visita por Madrid. En aquella época yo solo quería hundirme en la bebida hasta quedar en estado comatoso, pero él había venido a la capital con ganas de emociones fuertes. Estábamos en el Heaven, una discoteca del centro. Lo bueno que tenía, aparte del ambiente gótico y que cerraba a las cinco, es que tenía dos salas de música, se podría decir que la de arriba, con un espejo en mitad de la sala, era la parte más comercial, y abajo, mucho más oscura, la parte más snob musicalmente hablando. Yo la mitad de las veces ni siquiera sabía si me lo estaba pasando bien o estaba ahí porque tenía que estar en alguna parte fingiendo vitalidad y diversión. Joder. Mi cabeza era un puto caos. Quería estar con alguna de esas góticas adolescentes. Quería conocer sus traumas, quería embelesarme hablando de música. Quería tantas cosas. Y obviamente no conseguía nada. Era un puto desastre. O sea que al final, cuando el cansancio podía conmigo, me iba a los sillones mullidos que había a un lado de la barra con mi sempiterno combinado de vodka con Red Bull y seguía la fiesta huyendo hacia el otro lado, dejando que las drogas, sí las había, y solía haberlas a menudo, ayudasen en la desconexión neuronal. ¿Suena muy decadente queridos lectores? ¿Aburrido? Quizás el problema es vuestro, por mi parte nunca he intentado engañar a nadie, solo hay que fijarse en el título de la novela.

A lo que iba, estaba ahí tumbado, ajeno a todo, cuando nuestro querido gentleman del sur volvió acompañado. Y joder, ella era enorme, una autentica giganta alemana, una maciza montaña de carne. Cuando intentaba besarla poniéndose de puntillas parecía uno de esos pájaros que alzan el pico hambrientos buscando la comida de su madre. Toda ella era una visión lisérgica y cada vez que abrazaba a Manolo era como el suelo ascendiendo hacia el suicida en forma de pantagruélico caparazón de carne.

Memorias de un decadenteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora