12. Sangre es el precio a pagar

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Era una noche sin luna. El fuerte viento dejaba el camino desamparado y amenazado por una tormenta de nubes más negras que el cielo nocturno. Las ráfagas ocultaron con eficacia el poco sonido que los tres ladrones, mercenarios y contrabandistas a gusto pudieran hacer al pasar por al lado del grupo de guardias confusos por una típica borrachera causada por la desesperanza. Cayó un rayo y pasaron volando por encima de ellos igual de fugaces. El carromato se encontraba apenas a cien metros de ellos, y gracias al apoyo de los árboles llegaron pronto al techado del remolque. Levi aterrizó primero, replegando los cables de su equipo para saltar un par de pasos hasta acabar agarrando de la parte de atrás del cuello del abrigo al conductor (un hombre delgaducho, enclenque, de calva incipiente y que sobraba por todos lados en esa situación) y directamente tirarlo a un lado para que cayera el suelo mientras seguían en marcha. De hecho no se limitó a empujarle, sino que hizo fuerza. Lo lanzó y le daba igual. El hombre ni se lo esperaba y lanzó un grito mientras él ya estaba frenando a los dos caballos asustados, echando un vistazo hacia atrás para ver cómo iban Farlan e Isabel con su parte. Ambos estaban de pie en el techado del remolque todavía, con un equilibrio digno, pero no podían encontrar la forma de abrirlo sin una llave o una palanca y la ayuda de fuerza bruta. Cuando consiguió que los animales se detuvieran, los tres oyeron un disparo desde doscientos metros atrás.

Sólo se trataba de una bala rasgando el aire electrizado, pero sonó a una sentencia imposible de cumplir. El cielo mismo se rompió mediante el hierro y en ese momento empezaron a caer las primeras gotas. No habían tenido la suerte de que el conductor se rompiera ambos brazos ni de que fuera lo bastante estúpido para correr tras ellos o dispararles directamente. O, más bien, les disparó a través de otros. No conseguían abrir la cerradura oxidada de aquella enorme caja de madera cuando una horda de guardias empezó a volar hacia ellos con su propio equipo de maniobras, alertados por el disparo.

—¡Daos prisa! —Levi rugió, tomando lugar en el asiento aprisa y dando un fuerte tirón a las riendas de los caballos cuando no tenía ni idea de conducir aquello.

—¡Eso intento! —la voz de Farlan le respondió con un nerviosismo inusual en él.

Sus voces se ahogaban en el ruido de la incipiente tormenta. Mientras Farlan se peleaba con el candado y la pinza que en otras ocasiones le habría servido para abrir cualquier cerradura, Isabel se acercó a Levi, agachándose y agarrándose al techado para no perder el equilibrio mientras se ponía más o menos a su altura para hablarle.

—¡Levi, no solo hay guardias! —dijo a través del caos montado en esa esquina del mundo—. ¡También han llamado a polis, creo que estaban escondidos, pero no lo entiendo!

Él tampoco lo entendía. Tragó saliva, asimilando que no habían estado lo suficientemente atentos a su alrededor o se habían equivocado con los turnos de cada cuerpo. No creía eso último posible, pero ahora no tenía tiempo para pensarlo de todos modos.

—¡Levi! —Isabel volvió a gritar, esta vez más alto al ver que no le respondía. Había un tono de miedo horrendo y súbito en su voz—. ¡Levi, tenemos que irnos! ¡Farlan no puede abrir la puerta!

Unos escalofriantes segundos en los que el moreno no supo qué hacer pasaron con el eco de una decena de maldiciones. Eran ese tipo de momentos en los que sabía que no tenía permitido dudar siquiera, pero lo hizo. Por ese pequeño instante, el pánico se apoderó de él y no le devolvió a su cuerpo hasta unos eternos segundos después.

—¡Farlan, mueve el culo! ¡Nos vamos!

Poniéndose de pie en los asientos, le hizo una seña a Isabel para que hiciera lo mismo que él y ambos agarraron los gatillos del equipo de maniobras para salir volando de la zona. Farlan se quedó un poco rezagado, pero Levi vio con tan solo un vistazo pocos segundos después que les seguía de cerca. El viento chocando en sus oídos tanto por la velocidad como por la tormenta le desorientaba un poco y le dificultaba la dirección del movimiento, haciendo que el cable se balanceara antes de llegar a los árboles donde iba anclando el agarre para seguir impulsándose. El cielo, encapotado por nubes negras, impedía ver el más mínimo rastro de luna y la luz de las farolas era muy escasa, tanto que cualquier fallo podría hacerles caer en picado si no se agarraban bien a los troncos de los árboles.

Pioneros (𝐒𝐍𝐊)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora