Al notar mi escrutinio, Cristin se encogió de hombros para que el cuello de su camisa le cubriera las líneas amoratadas. Su estatura le permitía mirarme hacia abajo sin problema alguno. Pero de cualquier manera, la chica parecía estar lejana a ser la criatura aprovechada que una vez arrojó café caliente sobre una de mis manos.

No evité sentir algo que no se le debe dar a nadie, aún en las peores circunstancias: lástima.

El sentimiento se arraigó en lo más profundo de mi ser mientras la rodeaba a ella para abrir mi puerta. Seguí examinándola con precisión, preguntándome qué me diría si tratara de hacerle preguntas referentes a los hematomas que rodeaban su cuello. Acabé por comprender que su presencia allí significaba algo terrible. Y, por eso, evadí su mirada y abrí la puerta, para adentrarme sin esperar nada por su parte.

—Myers, es seguro, te va a preguntar quién subió tu foto al internet —murmuró a mis espaldas—, de modo que, una vez que te conté que fui yo, debería de quedarte claro que si...

—No voy a decir nada —dije, tras suspirar.

—¿Y vas a permitir que esto se quede así? O sea, no debe de ser agradable que la gente te recuerde lo que hiciste en el pasado. Mucho menos si hay pruebas fidedignas de que no solo las becadas se convierten en putas.

Quizás si no hubiera estado sumergida en mis pensamientos acerca de la horrible apariencia que tenía, me habrían lastimado sus palabras. Pero noté, casi de inmediato, que le había impreso un veneno muy particular.

Entrecerré los ojos para admirar su semblante, ahí recargada en el marco de la puerta donde se hallaba.

—¿No estás preocupada por el hecho de que Nash fue quien tomó esa fotografía? Podrías perjudicar gravemente su carrera.

—Lo sé —admitió ella. Miró en otra dirección que no fuera mi rostro. Yo me encontraba junto a mi cómoda. Iba a sacar una blusa más ligera, después de haber dejado la bolsa en la cama—. A veces necesitas gritar más fuerte para que las personas entiendan... Y no me refiero a él.

Volví a mirarla con gesto inquisitivo. Ella no se movió ni trató de acercarse. Comenzaba a confundirme. En sus facciones, no había nada más que ansiedad, frustración, y emociones retorcidas. Tal vez la observaba con un ojo que no debía de otorgarle, pero me fue imposible no culpar a Nash por su estado de perdición.

Una parte de mí me pidió que no fuera extremista, y también me susurró que mi balanza siempre se inclinaría imparcialmente si se trataba de inculpar a Nash por cosas tan tórridas como volver dependiente a una persona.

No.

No es culpa de él, ¿o sí?

Mi terapeuta dijo que una persona manipulable, usualmente no se da cuenta de que está siendo manipulada. Hasta que es demasiado tarde.

—¿Te refieres a mí, entonces? —le pregunté—. Porque no tendría sentido...

—Para mí, sí que lo tiene —refutó Cristin, más ansiosa—. Es que, aunque el amor sea enfermizo y cadencioso, no deja de ser amor.

—Sí, claro —me reí—. Desearía poder quedarme, pero tengo una cita muy importante y no puedo retrasarla.

—¿Con Sam? —susurró.

Hice de mi cabello una coleta alta, me quité los tenis que llevaba puestos y me calcé con unos zapatos de suelo que tenía a la mano. El corazón me palpitó más fuerte al saber que Cristin ya se hacía una idea de mi itinerario. Respiré profundo, mirándola, y negué con la cabeza.

—¿Qué ha pasado para que ustedes vengan, de nuevo, a joder conmigo? —inquirí.

Cristin no dijo nada durante varios minutos. En mitad de su silencio, oí las murmuraciones de varias chicas en el corredor. Nadie se detuvo a echar un vistazo al interior de mi pieza y fue entonces que me percaté de que el aspecto de Cristin daba miedo.

Nasty (A la venta en Amazon)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora