Sentada en mi cama, analicé minuciosamente lo que estaba ocurriendo. Denunciar aquello era mi única opción. Y denunciar captaría la atención de las autoridades de la ciudad, además de que los ojos se centrarían todavía más en mí; no solo de mi campus, sino de todas las escuelas pertenecientes al colegio.

Agaché la mirada y, con la espalda pegada al respaldo de la cama, me abracé a mis piernas sin descobijarlas. Sam me miró moverme, pero luego volvió a ver a mi primo. Ambos me impresionaron cuando comenzaron a charlar acerca de con quién podían hablar para resolver aquello de manera privada. Para que a mí no me afectaran las circunstancias. Dudé de que me pudieran afectar más. Si algo tenía claro, era que no iba a poder olvidar ese momento; la sangre, el olor nauseabundo, el moño gris.

—Como sea —se quejó Sam, restregándose los ojos—. Voy a revisar mi horario y a tratar de no irme muy lejos. —Le echó un vistazo a su reloj de pulsera—. ¿No crees que sería mejor que te mudaras fuera del campus? —me preguntó, volviéndose.

Lo estudié durante unos minutos. No parecía mala idea y, aun así, no pude responder.

—Podríamos arrendar un departamento juntas —dijo Siloh—. Para...

—No quiero mudarme —atajé.

Algunas miradas se posaron en mí, confundidas, pero la de Sam me infundió un sentimiento de ira. Había recriminación en su gesto, como si se hubiera permitido cuestionar mi decisión. O tal vez era que no quería que se preocupara por mí. Ya me sentía abrumada. Su presencia solo me vulneraba más: era perfecto, con todo y sus errores; estaba aquí, dispuesto a echarse en los hombros una carga que no le correspondía, gracias a mis decisiones. Mis malas decisiones que eran como una sombra.

En ese momento, Daryel se irguió y caminó hacia mí. Con una mirada reprobatoria, examinó mi cara y se quedó, en silencio, pensativo. Daba miedo cuando se colocaba en su papel de hermano-postizo-sobreprotector. Pero también me hacía sentir querida, sin importar que no fuera a menudo.

—Por favor —dijo—, dime que estás dispuesta a denunciar.

Para que no viera mi indecisión, pestañeé hasta que mis ojos lagrimearon. Sam se puso de pie, dándome la espalda, y caminó hacia la puerta.

Dary negó con la cabeza, incrédulo.

Pero, ¿qué querían que les dijera?

Una parte de mí me decía que le pusiera punto y final a aquel capítulo de terror en mi vida, pero la otra, una parte que seguía febril y enganchada a un puñado de sentimientos insanos, esa parte me advertía que si hablaba... entonces construiría un verdadero muro irrompible entre Nash y yo.

—Date cuenta de lo que ocurre, Penélope —dijo Siloh, su típico tono maternal y paciente para conmigo—. No hay persona que se merezca algo como lo que te hicieron. Ha sido horrible. No te quedes de brazos cruzados.

—No pienso quedarme de brazos cruzados —susurré.

Hice todo lo posible por sonar convincente, pero las caras de las personas que se preocupaban por mí, no disimularon el desconcierto que les provocó mi testarudez.

Por supuesto que no me iba a quedar así. Estaba muy segura de lo que iba a hacer. Al menos estaba lo suficientemente segura como para suspirar, mirar a los demás y confirmar la famosa teoría de que nadie escarmienta en cabeza ajena.

Atravesé la cafetería hasta llegar a la mesa en la que me esperaban Shon y Siloh. A Sam no lo había visto en toda la mañana, y como teníamos un par de horas antes de la última jornada de escuela, decidimos llenar el estómago para no sucumbir a los trabajos exhaustivos a los que estábamos sometidos al final del año.

Nasty (A la venta en Amazon)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora