—Ven —dijo y señaló la cama—. Necesitas escucharme.

De dos pasos llegué hasta allí y me senté a su lado, nuestras rodillas rozándose. Un par de segundos en silencio después, Nash se giró para mirarme a los ojos y escudriñar mis gestos; recorrió con su mirada cada parte de mi cara e inspiró varias veces en el proceso. Cuando por fin agachó la vista, a mí se me habían entumecido los labios y los muslos a causa del deseo. El mismo deseo que vibraba en él y que me era perceptible al estar tan cerca.

—¿Ya te has dado cuenta de que te gusta Sam? —musitó. Miró al frente, la pared en la que se encontraba arrinconada la otra cama—. Porque, si me lo preguntas a mí, es bastante obvio.

Pestañeé varias veces. Nash continuó en silencio, a lo mejor creyendo que le iba a confesar las cosas que Sam me provocaba. Pero no iba a hacerlo. No porque me fuera difícil, sino porque yo sabía cuán ridículo iba a sonar.

Una persona nunca suena más ridícula que cuando dice una verdad y esa verdad no tiene consistencia con sus actos. De ese modo yo me veía: ridícula. Por mentirme. Por estar allí en un sitio en el que no encontraría nada bueno, y en el que, Nash personalmente, me había guardado trozos de miseria. Esos que se sacaba del alma y le daba a la gente —a mí, en lo especial— a manera de palabras.

Era todo lo que estaba dispuesto a dar y, tras todo lo vivido en aquellos meses, había comenzado a darme cuenta. Justo cuando ya era muy tarde y me encontraba revestida del imán de sus manos.

—¿Qué te hizo? —murmuré.

Nash se inclinó para poner las manos en el regazo y cerró los ojos.

—A mí nada —confesó—. Pero teníamos que saldar una deuda.

Negué con la cabeza, más confundida que antes.

—Explícate —le dije.

—Es como un duelo donde pierdes algo que un día quitaste. Ojo por ojo, como en Mesopotamia —dijo.

—¿Y yo soy ese duelo? —pregunté.

Él se levantó de la cama. Aún me daba la espalda cuando dijo—: Lo eras de él, al principio. —Se giró en los talones y con las manos en su nuca, tal vez porque estaba muy tenso (no lo parecía), añadió—: La vida me jugó una vendetta.

—Sam y yo no tenemos nada —sentencié.

—Pero quieres —aseguró Nash. Entrecerró los ojos—. Es perfecto para ti.

—Eso lo dices tú —repliqué. También me erguí y, tras poner una mano en su pecho, le dije—: Estoy aquí, ¿no?

—¿Estás enamorada de mí? —inquirió él.

—Tal vez, Nash.

—Sí o no, Penélope. —Se acercó más y puso su palma en mi cuello. Le ejerció un apretón que me sacó un respingo.

No tenía idea de qué sentir, pero ¿y si confesaba una mentira? Lo observé varios minutos seguidos para leer la expresión de su mirada. No podía hacerlo. No podía seguir mintiendo...

—Estoy enferma por tu culpa —admití—. Esto que siento me deja sin energías. No hago más que pensar en lo que viviste y en lo que puedo hacer para ayudarte. —Contuve un suspiro—. A veces me pregunto si puedo autoanalizarme y me descubro recordando que tú me lees mejor que ninguna otra persona.

Para mi sorpresa, Nash esbozó una sonrisa; luego sacudió la cabeza mientras se daba la vuelta y avanzaba hasta la puerta, que seguía abierta de par en par.

—Ya vete —exclamó—. Y si me haces el favor, dile a Sam que te cuente él mismo si quiere hacerlo.

—A mí no me interesa saber nada —gruñí, adelantándome para salir al corredor.

Nasty (A la venta en Amazon)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora