—¿Y qué puedo hacer yo? —comentó, en el momento en el que yo sujetaba la manija de la puerta para marcharme. Negué con la cabeza a la espera de que aquello no pudiera ser más humillante.

Quizá para demostrar que estaba equivocada, él descendió de las gradas y dejó de lado su libro para caminar hasta donde yo me encontraba parada. Apenas estuvo frente a mí, escudriñó mis ojos y sentí cómo se metía en cada uno de mis poros de la piel.

No literalmente, claro. Pero sí de manera que me provocó un estremecimiento.

—Bueno, puedes explicarme qué demonios se supone que tuve que haber aprendido en la dichosa conferencia a la que fuimos —musité.

Él se pasó una mano por el pelo, con gesto divertido otra vez. Sí, Clarisa nos había invitado a una conferencia para que pudiéramos escribir un ensayo; se trataba de Romeo y Julieta, pero lo cierto era que había empleado aquellas dos horas para sentirme mareada, gracias a la presencia de Nasty.

—¿No pusiste atención? ¡Qué novedad! —Fruncí el ceño y me di la vuelta. Intenté irme, pero era demasiado tarde.

De un movimiento rápido, Nash cerró la puerta y le colocó el pestillo.

Sí, aquello se ponía mejor a cada segundo: eso o de verdad me estaba convirtiendo en la maestra de las masoquistas.

—Tú sabes mucho, ¿no? A mí me cuesta hablar, oír y entender todas esas estupideces —dije.

—Cuando no puedes apreciar algo con nitidez no quiere decir que sean estupideces; mejor di que están fuera de tu alcance, tonta. Eso resulta más sencillo y no quedas como una persona a la que le han extraído el cerebro. —Entornó la mirada—. ¿Acaso en tu carrera no te obligan a leer otras cosas que no sean de divulgación científica?

Sacudí la cabeza, anonadada por su manera de hablarme; estaba calmado, y a mí me costó muy poco el darme cuenta de que su personalidad era mucho más auténtica que la de otras personas.

Incluyéndome.

—No me gusta leer, y no por eso soy estúpida.

—Yo no dije que fueras estúpida —se rio Nasty, al tiempo que se acercaba a mí varios centímetros—. He dicho que, si desprecias algo solo porque no te gusta, quedas como una ignorante.

—Como una persona a la que le han extraído el cerebro —lo cité, y señalé su cara con mi dedo índice.

—Omitamos los detalles. —Puso las manos a los lados de mi cabeza, y se inclinó para estar un poco a mi altura—. Destrucción deliberada —dijo. Enarqué una ceja, sin poder comprender sus palabras. Nash rodó los ojos al ver mi confusión y luego añadió—: La conferencia: en resumen, habló de la destrucción deliberada que hubo en Romeo y Julieta.

—Ya. Destrucción deliberada —susurré.

Él se limitó a realizar un aspaviento, como si con eso me dijera «¿algo más?».

—Y... ¿a qué cosa se refiere? Hablo de la obra; ¿por qué destrucción deliberada?

—No necesito decírtelo, sino mostrarte —masculló.

Con su mano izquierda me atrajo hasta sí, colocando su palma a la altura de mi cadera. Mi respiración se agolpó ante su alcance. La de él en cambio era pasiva. Sus ojos se fijaron en los míos; y gracias a la frialdad de su mirada tomé una decisión. Sentí que su agarre no era muy fuerte así que me zafé y caminé unos pasos lejos de él, retirándome más de la puerta.

—Yo solo quiero una recomendación de Danvert. —Nash sonrió, divertido—. Eres caso perdido —dije. Regresé para quitar el seguro de la puerta nuevamente. La jalé lo más fuerte que mis brazos me lo permitieron. Un esfuerzo inútil: a un lado estaba su brazo, posicionado justo enseguida de mi cabeza para atracar la puerta—. Déjame salir —exigí.

En lugar de hacer lo que pedí, con su mano derecha me tomó por la nuca y juntó mi rostro al suyo para sellar sus labios con los míos en un beso profundo. Un beso lleno de algo que no quise comparar con los primeros; este tenía varias cosas diferentes.

Nash me mordió el labio inferior y continuó besándome. Pasados unos segundos, puso de nuevo el seguro de la puerta y reanudó su tarea, pero esta vez lo hizo con más ahínco que nunca.

—Detente —pedí, pero no cedió. Sus manos apretaron duramente mis caderas. Escuché cómo se desabrochaba la hebilla del cinturón, así que supe lo que quería de mí y, lo más horrible, era que no sabía si yo lo deseaba también—. ¡Para! —bufé y él detuvo sus besos—. Eres repugnante, Nash —le espeté con dureza.

—A esto se refería el conferencista, Dulcinea —dijo—. Tú vienes a mí, y para que nadie te culpe por tomar la iniciativa, pues finges que no lo quieres. Hasta eres capaz de sentirte ofendida.

—Lo único que yo quiero de ti es mi foto. Si me la das, lo más probable es que no vuelva a mirarte nunca.

Circunspecto, enarcó una de sus cejas y, por un segundo, creí ver incomprensión en su mirada. Pero se repuso de inmediato.

—Pues ya te puedes ir despidiendo de ella. Quieres tener sexo conmigo tanto como yo lo deseo.

Lo hice: me irrité con su comentario. Apreté los puños a los lados del cuerpo y sacudí la cabeza.

—No quiero hacerlo —dije.

Estaba mintiendo. A mí se me daban bien las mentiras, y con Nash me gustaba usarlas muy seguido; si le hacía saber lo nerviosa que estaba y lo mal que me había tomado la lentitud de la situación, seguramente iba a firmar mi sentencia de muerte.

Él era el juez.

—Sí quieres. Lo sabes.

Observé cómo se dejaba caer en una colchoneta, después de retroceder varios pasos. Puso los antebrazos como soporte de su cuerpo y continuó mirándome.

Ahora tenía que verlo hacia abajo, con la nueva posición que había adquirido. Se lo veía más tranquilo que otras veces. Al final, acepté que no podía luchar en contra de aquello y volví a girar sobre mis talones.

—Ya. En serio, Pen —dijo antes de que comenzara a caminar—. ¿Quieres que te muestre qué es la destrucción deliberada? A Julieta no le molestó llamarla amor, de todas maneras. —Mi cuerpo se sobresaltó.

Sin pensarlo de nuevo ni ponerme a considerar si me convenía o no, caminé de regreso hasta él y me hinqué a su lado. Él me miró, atento, y esbozó media sonrisa.

—¿Cómo harás eso? —pregunté.

Nash sujetó mi nuca, se reclinó y alcanzó mis labios hasta que, con un beso suave, consiguió que comprendiera sus planes.

—Déjame mostrarte.

Me quitó la ropa con ademanes silenciosos; paciente, mirando mi torpeza y pendiente de mi boca, que buscó la suya sin comprender por qué lo hacía. No supe cuándo, pero yo le ayudé a desnudarse también. En pocos segundos me vi sentada sobre su regazo: piel con piel.

Tragué saliva, consciente de lo que venía a continuación. Consciente de que Nash era mi destrucción deliberada.

—¿Lo sientes? —preguntó sin dejar de morder pliegues de mi piel aquí y allá. Levantó la cadera para que entendiera su interrogante. Se retrajo un poco y me miró, su piel ardiendo—. Tú me lo provocas.

Después de unos minutos, ya que había acariciado cada parte de mí, volvió a besarme; tan lento y tibio que tuve ganas de pedirle que avanzara. La forma en la que se introdujo en mí me hizo desear más. Así que se lo pedí y él no mostró objeción para dármelo. Fue como un anhelo invisible que se dibujó frente a mí y se materializó con cara y cuerpo de monstruo; Nash me llevaba al límite de mí misma. Me atraía de una forma visceral, extraña, oscura; mismas características que lo volvían una criatura lúgubre.

Siloh me había dicho que para describir a Nash tendría que buscar significados parecidos a la obsesión, o tal vez al dolor, en el diccionario; pero tuve que otorgarle un único sinónimo que resumía cada parte de su ser: infierno. 

Nasty (A la venta en Amazon)Where stories live. Discover now