Se-Mi se quedó callada, los ojos fijos en los de Nam-Gyu, como si buscaran algo que ella misma no quería encontrar.
Él notó ese mínimo desvío de su mirada, apenas un parpadeo hacia sus labios.
Y eso fue suficiente.
En un movimiento rápido, sus manos se cerraron sobre sus caderas, tirándola hacia él.
La besó.
No fue suave ni paciente: fue un choque de hambre, de rabia, de algo que llevaba demasiado tiempo conteniéndose.
Ella, contra todo lo que su mente le gritaba, respondió con la misma intensidad.
Sus dedos se aferraron a la tela de su camiseta, tirando, acortando la distancia que ya era casi inexistente.
El beso ardía.
Era un campo de batalla, un reclamo, una confesión que ninguno de los dos estaba listo para poner en palabras.
Cuando se separaron, apenas un par de centímetros, sus respiraciones estaban desordenadas.
Se miraron como si no supieran quién había dado el primer paso… y como si no importara.
Nam-Gyu, con la voz baja pero aún agitada, dejó escapar una sonrisa casi incrédula.
—Eso… no fue un “apártate”.
Se-Mi no contestó. Sus labios aún hormigueaban, y su corazón golpeaba tan fuerte que creía que él podía sentirlo contra su pecho.
La noche, el auto, el niño dormido… todo parecía haberse detenido un instante.
Solo quedaban ellos dos, midiendo quién iba a hablar primero y quién se iba a quebrar.
—Siempre eres así —dijo Se-Mi, con un tono que mezclaba reproche y algo que no quería admitir.
Nam-Gyu sonrió, esa sonrisa arrogante que parecía hecha para provocarla.
—¿Así cómo? —preguntó, acortando otra vez la distancia, con pasos lentos pero seguros.
Se-Mi retrocedió un poco, hasta sentir el borde del auto contra su espalda.
—Creyendo que puedes tener lo que quieras… cuando quieras.
Nam-Gyu inclinó apenas la cabeza, sus ojos recorriéndola con descaro.
—No es que lo crea, Se-Mi. Es que lo sé.
Ella frunció el ceño, intentando ignorar el calor que le subía por la piel.
—Te equivocas conmigo.
—No —replicó él, tan cerca que su respiración chocaba contra la suya—. Contigo… nunca me equivoco.
El silencio entre los dos volvió a tensarse, espeso, eléctrico.
Se-Mi apretó las manos contra el metal del auto, como si así pudiera mantenerse firme, mientras él seguía acercándose, como si nada más existiera alrededor.
—Por favor, no me conoces —dijo Se-Mi, su voz firme en apariencia, pero con un leve temblor que la traicionaba—. Ese beso… solo fue un descuido y ya. No va a volver a pasar, Nam-Gyu.
Ni siquiera ella se lo creyó.
Nam-Gyu dio un paso más, borrando lo poco de espacio que quedaba entre ellos.
Su mano se cerró con fuerza controlada alrededor de su brazo, impidiéndole apartarse.
—No te creo, Se-Mi —murmuró, con una seguridad que le erizó la piel.
Ella intentó sostenerle la mirada, pero él la sostenía con tanta intensidad que parecía desnudar cada mentira que intentaba decir.
—Pues… deberías —replicó, aunque la voz le salió más baja de lo que quería.
Nam-Gyu sonrió, apenas ladeando los labios.
—No, porque todavía puedo sentirlo —sus dedos apretaron un poco más, como si temiera que se escapara—. Y tú también.
Se-Mi tragó saliva, odiando el calor que le subía a las mejillas.
—Suéltame.
—Dime la verdad… y lo hago —contestó él, acercándose lo suficiente para que ella sintiera el roce de su voz junto al cuello.
Nam-Gyu comenzó a inclinarse hacia el cuello de Se-Mi, y ella, sin moverse, sintió cómo su respiración se volvía más cálida y cercana.
De pronto, sin previo aviso, él la mordió.
Literalmente.
Se-Mi soltó un gemido breve, seco… aunque había en él una nota que no era solo de dolor.
La sensación fue un golpe eléctrico que no quiso analizar.
Con un impulso, lo apartó, sus manos empujando con fuerza su pecho.
—¿¡Estás loco!? —lo fulminó con la mirada, respirando agitada.
Nam-Gyu, lejos de verse culpable, sonreía.
No una sonrisa amplia, sino esa expresión tranquila y peligrosa, como si todo estuviera saliendo exactamente como quería.
—Tal vez —dijo, encogiéndose de hombros—. Pero me gusta cómo reaccionas.
Ella frunció el ceño, todavía sintiendo el calor —y la marca— en su piel.
—Estás enfermo.
Nam-Gyu ladeó la cabeza, relajado, sus ojos viajando deliberadamente hacia el punto donde la había mordido.
—No. Solo… curioso.
Su tono fue tan tranquilo que casi la enfureció más que la mordida en sí.
Y sin embargo, en lo más profundo, Se-Mi odiaba admitir que lo que le recorría la espalda no era solo rabia.
—¿Vos cómo reaccionarías si yo te muerdo, eh? —soltó Se-Mi, sin pensarlo demasiado, como un reto que se le escapó entre dientes.
Nam-Gyu se rió, bajo y grave, con esa chispa en los ojos que siempre la ponía a la defensiva.
—Inténtalo —dijo, dando un paso más, borrando la distancia.
Se inclinó apenas hacia ella, su voz cargada de provocación.
—Vamos… hazlo.
Se-Mi lo miró de arriba abajo, intentando decidir si él hablaba en serio o solo quería empujarla hasta el límite.
—No voy a darte el gusto.
—Mentirosa —susurró Nam-Gyu, acercándose un poco más, inclinando el cuello hacia ella, como si le ofreciera el lugar exacto—. Sé que quieres.
Ella sintió la sangre hervirle, no sabía si por enojo o por esa tensión insoportable que él manejaba tan bien.
Nam-Gyu sonreía, esperando, como si supiera que tarde o temprano ella iba a quebrarse.
Estuvieron así, midiendo fuerzas en silencio, con él inclinado hacia ella y ella aguantando sin retroceder más.
Hasta que, con un impulso breve, Se-Mi lo empujó apenas, lo justo para recuperar un poco de aire.
Nam-Gyu la miró con una media sonrisa, ladeando la cabeza.
—¿Ves? Casi no te resistes, ¿eh?
Se-Mi entrecerró los ojos, clavándole la mirada.
—No te voy a dar el gusto, eso dije.
Él dejó escapar una risa baja, sin apartar la vista de sus labios.
—Y yo te dije… que no te creo.
La tensión volvió a instalarse entre los dos, como si ese empujón hubiera sido solo una pausa antes de algo más.
